lunes, 2 de enero de 2017

Desesperada belleza

[Diego González, Planes para no estar muerto, Mérida: Editora Regional de Extremadura, 2016]

Planes para no estar muerto es el cuarto título de Diego González (Villanueva de la Serena, 1970), que ya había publicado una novela ganadora del Premio Felipe Trigo en 2006 y dos poemarios. Se trata de una novela breve de tema y tono orientales que difícilmente escapa al calificativo de poética. La anécdota en que se basa se puede contar en escasas líneas y el número de sus personajes cabe en los dedos de una mano; pero a lo largo de su cuidada estructura espiral se encuentra el desarrollo de todo un espacio psicológico y simbólico que atrae al lector, sin remedio, hasta su vórtice final.

Mediante el empleo de un lenguaje conciso y contenido, a ratos sentencioso y casi siempre lírico, de un ritmo moroso pero constante, González consigue hacer avanzar la acción hacia un desenlace de decepción existencial; pero el mérito de esta novela no estriba en la anécdota, sino en ir apuntalando, a través de símbolos y fraseos de raíz oriental, una lúcida visión universal de la realidad. Planes es un planto moderno; un hermosísimo canto al desarraigo que hace residir la identidad en la memoria de las cosas; mejor, en el no olvido de las cosas. La alienación radical que acarrea la conciencia de la muerte no supone en este texto duda, incertidumbre ni ignorancia; bien al contrario, no hay mayor certeza en él que el hecho de que la muerte llegará, y la única escapatoria que se concede al protagonista –a la voz poética que narra esta novela– es la de procurar que la identidad de su partenaire no desaparezca: que la muerte de su cuerpo no se produzca antes que la muerte de su memoria.

La desmemoria aparece, así, como muerte en vida o como primera muerte; y la salvación es una salvación en la alteridad, que en nada afecta, sin embargo, a la identidad propia: “¿Quién cuidará de mí –se pregunta, en fin, la primera persona– cuando pierda la cara?”, siendo la cara en el contexto simbólico utilizado trasunto de esa identidad individual. En efecto, el procedimiento que los personajes y su tradición urden para eludir la mortalidad –cierto ejercicio de escritura– no tiene por objeto convocar la propia memoria, sino conjurar el olvido ajeno y, como todo lo demás, tiene también su plazo: la caducidad del signo es la caducidad de la memoria, o sea, la caducidad del hombre.

La novela es suma de dieciséis fragmentos que podrían funcionar por sí solos, desde el punto de vista narrativo (como microrrelatos) pero, sobre todo, desde el estético. Planes es, pese a desarrollarse básicamente en un espacio psicológico, o tal vez precisamente por ello, un libro muy visual: una serie de secuencias –frecuentemente en primer plano– de enorme potencia sugestiva. La disposición narrativa en círculos casi concéntricos en los que los motivos van y vienen, se repiten, se sugieren, se omiten o se amplían demoradamente, permite que, antes de aproximarse al desenlace, el lector se encuentre sumergido de lleno en ese contexto simbólico e ideológico. Como sucede con la poesía, hablamos de un libro que no puede leerse una sola vez: tras la primera aproximación, el lector vuelve atrás para disfrutar de ángulos reveladores, de pasajes cuya importancia se le ocultó pero que, en segunda lectura, adquieren tintes visionarios. La eficaz combinación de recursos narrativos y líricos redunda en el efecto persuasivo y no deja al que lee otra salida que dejarse arrastrar irremisiblemente, como los personajes de esta joya que es Planes para no estar muerto, al fondo de un pozo de desesperada belleza. Luke.

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