domingo, 20 de agosto de 2017

Y con la justa pena

[Ignacio González del Rey Rodríguez, Pequeñas muertes, León: Eolas Ediciones, 2017, 108 pp.]

Ignacio González del Rey (Gijón, 1966) sigue la máxima de Gracián y, si lo que tenía que decir es bueno, la quirúrgica concisión con que lo hace en los densísimos poemas de Pequeñas muertes lo hacen acreedor a algo más que esta modesta reseña. El asturiano, autor anteriormente de Vocación del día que comienza (Madrid: Reus, 2009), practica una poesía breve y depurada, desnuda de todo lo que estorbe la percepción de sus preñadas paradojas. Ha conseguido llevar a puerto seguro el esfuerzo de evitar toda alharaca, todo patetismo en la expresión del desamparo. El resultado son versos cristalinos, purísimos, en los que el sinsentido de vivir se asume con cruda naturalidad. Cercanos a veces al haiku o al aforismo, nos empujan siempre a reflexionar sobre esas pequeñas muertes que esconde cada paso relevante o irrelevante de nuestras vidas, con su carga de tiempo y de desmemoria.

Esa antítesis inspira explícitamente, a modo de manifiesto, el primer poema de la colección. En él se verbalizan los dos aspectos de la paradoja de nuestra existencia: la “muerte pequeña” que se relaciona con cada olvido es “[i]nmensa y diminuta”, “[t]errible/ y leve” (p. 9). El autor trae y lleva la memoria y el tiempo como si en ellos residiera la clave de todo: están en el mar (p. 13), en la madera y en la roca (p. 14), lo que parece reducir la memoria de lo humano a muy poca cosa. El paso del tiempo como pérdida aparece en numerosas ocasiones, a veces en imágenes prodigiosas (“el tiempo se nos duerme a los costados”, p. 20).

Frente a esa intensa conciencia de la caducidad, la voz poética no busca consuelo en la palabra. He sentido que podría haber sido yo quien lo hubiera escrito (o, mejor dicho, me habría gustado poder hacerlo con tanta lucidez) cuando González del Rey desconfía del verbo como portador de certeza o identidad en un bellísimo, descorazonador, revelador poema en el que la palabra, “[e]n su certeza imprecisa”, “habla de sí,/ no puede/ contener en su signo o su sonido/ la exactitud de ningún significado” (p. 16). La vejez y la pérdida de la memoria aparecen también como espacios de despojamiento y soledad (pp. 24 y 49). El poeta solo parece atisbarle algún sentido a la existencia en la misteriosa belleza y la verdad callada de las cosas (vg. pp. 19, 44, 45, 76), pese a que la nostalgia aparece como una especie de intersección entre esa búsqueda de la belleza y la conciencia de la nada (vg. pp. 61, 78 y 89). No excluye la epifanía como método metafórico: aprovecha la observación de un motivo aparentemente modesto, como es la incidencia de la luz sobre el poso del vino, a la hora de elaborar un magistral, discretísimo, brillante resumen de la existencia (p. 23). En definitiva, no son las palabras las que crean el mundo, sino que requieren ‒como sugirió el emperador Marco Aurelio‒ “de la contemplación atenta de las cosas/ que, al ser observadas,/ nos digan su verdad” (p. 76).

La ajenidad y la fugacidad del presente atraviesan el poemario (vg. pp. 31 y 37) y desembocan en una nueva, magnífica reedición del carpe diem horaciano, aunque su formulación sea, como el resto del libro, contenida, cuando González del Rey afirma: “Es ella la que empuja/ a vivir este instante,/ a inventar el deseo/ que nos colme mañana.// Es la muerte sabida,/ la certeza de paso,/ por quien vale la pena/ arañar cada hora” (p. 98). Reconocemos las aporías eleatas de Zenón y la geometría euclídea cuando habla de “[l]a equivocidad de la distancia” en aras de una interpretación existencial (pp. 55 ó 57); y su afirmación de que “[l]os límites/ afirman y niegan/ lo que alcanzan” tiene igualmente resonancias matemáticas y metafísicas (p. 67).

El manejo de los recursos retóricos es tan diestro como natural. La ruptura de sistema como la definió Bousoño desencadena una nueva revelación en el cuasiaforismo “El fin/ justifica los miedos” (p. 30). Es deliciosa la dilogía presente en “El tiempo vuela/ y la muerte/ nada” (p. 80). La elipsis contribuye a la deseada concisión en fragmentos como “[m]añana y ayer/ tienen en común/ que nunca” (p. 31), o “[a]sí el olvido borra/ aquello que vivimos/ como si todo y tanto/ nada y nunca” (p. 79). La antítesis y la paradoja permean todo el libro e iluminan la realidad, como cuando expresan la radical desorientación existencial en términos de luces y sombras: “La luz total/ ciega.// ¿Oscuridad,/ acaso?” (p. 40); o cuando continúa en parecidos términos: “La noche/ saca a la luz/ todas las sombras” (p. 54); o “La sombra es el peso de la luz/ caída sobre un cuerpo/ desde otro cuerpo/ cansado” (p. 58). Es significativo el uso también paradójico del tiempo verbal: “mañana/ nunca fuimos” (p. 20). La personificación de las estaciones insiste en una conciencia cíclica del tiempo y en la caducidad del hombre (pp. 47 y 48).

González del Rey es un poeta moderno, a la manera en que lo entendía el Octavio Paz de Los hijos del limo: la analogía y la ironía están siempre presentes en sus versos. Pequeñas muertes es, para seguir empleando términos paradójicos, un soberbio ejercicio de modestia. No podemos hablar de grito existencial porque un grito es precisamente lo único imposible de encontrar en un libro tan rico, sin embargo, en honduras. Su tono contenido y la humildad de su aproximación a la conciencia del desamparo se alinean con el mejor estoicismo clásico. Así, en algún momento el poeta pide: “Cuando el porvenir deje de ser,/ haya sido,/ y la ceniza cubra el nácar y la rosa,/ no os preocupéis de mí,/ no es nada” (p. 90). A punto de cerrarse el poemario, reconoce su deseo de acabar “[s]in dolor y sin miedo/ y con la justa pena” (p. 104): mesura hasta el final. Cuánto me habría gustado firmar este libro. Luke.

lunes, 2 de enero de 2017

Desesperada belleza

[Diego González, Planes para no estar muerto, Mérida: Editora Regional de Extremadura, 2016]

Planes para no estar muerto es el cuarto título de Diego González (Villanueva de la Serena, 1970), que ya había publicado una novela ganadora del Premio Felipe Trigo en 2006 y dos poemarios. Se trata de una novela breve de tema y tono orientales que difícilmente escapa al calificativo de poética. La anécdota en que se basa se puede contar en escasas líneas y el número de sus personajes cabe en los dedos de una mano; pero a lo largo de su cuidada estructura espiral se encuentra el desarrollo de todo un espacio psicológico y simbólico que atrae al lector, sin remedio, hasta su vórtice final.

Mediante el empleo de un lenguaje conciso y contenido, a ratos sentencioso y casi siempre lírico, de un ritmo moroso pero constante, González consigue hacer avanzar la acción hacia un desenlace de decepción existencial; pero el mérito de esta novela no estriba en la anécdota, sino en ir apuntalando, a través de símbolos y fraseos de raíz oriental, una lúcida visión universal de la realidad. Planes es un planto moderno; un hermosísimo canto al desarraigo que hace residir la identidad en la memoria de las cosas; mejor, en el no olvido de las cosas. La alienación radical que acarrea la conciencia de la muerte no supone en este texto duda, incertidumbre ni ignorancia; bien al contrario, no hay mayor certeza en él que el hecho de que la muerte llegará, y la única escapatoria que se concede al protagonista –a la voz poética que narra esta novela– es la de procurar que la identidad de su partenaire no desaparezca: que la muerte de su cuerpo no se produzca antes que la muerte de su memoria.

La desmemoria aparece, así, como muerte en vida o como primera muerte; y la salvación es una salvación en la alteridad, que en nada afecta, sin embargo, a la identidad propia: “¿Quién cuidará de mí –se pregunta, en fin, la primera persona– cuando pierda la cara?”, siendo la cara en el contexto simbólico utilizado trasunto de esa identidad individual. En efecto, el procedimiento que los personajes y su tradición urden para eludir la mortalidad –cierto ejercicio de escritura– no tiene por objeto convocar la propia memoria, sino conjurar el olvido ajeno y, como todo lo demás, tiene también su plazo: la caducidad del signo es la caducidad de la memoria, o sea, la caducidad del hombre.

La novela es suma de dieciséis fragmentos que podrían funcionar por sí solos, desde el punto de vista narrativo (como microrrelatos) pero, sobre todo, desde el estético. Planes es, pese a desarrollarse básicamente en un espacio psicológico, o tal vez precisamente por ello, un libro muy visual: una serie de secuencias –frecuentemente en primer plano– de enorme potencia sugestiva. La disposición narrativa en círculos casi concéntricos en los que los motivos van y vienen, se repiten, se sugieren, se omiten o se amplían demoradamente, permite que, antes de aproximarse al desenlace, el lector se encuentre sumergido de lleno en ese contexto simbólico e ideológico. Como sucede con la poesía, hablamos de un libro que no puede leerse una sola vez: tras la primera aproximación, el lector vuelve atrás para disfrutar de ángulos reveladores, de pasajes cuya importancia se le ocultó pero que, en segunda lectura, adquieren tintes visionarios. La eficaz combinación de recursos narrativos y líricos redunda en el efecto persuasivo y no deja al que lee otra salida que dejarse arrastrar irremisiblemente, como los personajes de esta joya que es Planes para no estar muerto, al fondo de un pozo de desesperada belleza. Luke.

domingo, 1 de enero de 2017

Parecidos razonables

[Jorge Rodríguez Padrón, Katherine Mansfield y Alonso Quesada. Ser una de esas islas, Rivas-Vaciamadrid: Mercurio Editorial, 2016]

Un viejo y querido profesor de mis años de facultad, experto en hacer pensar a sus alumnos, propuso en cierta ocasión, con un guiño travieso: “¿No va siendo hora de estudiar la influencia de César Vallejo en la obra de Quevedo?”. La idea, tan aparentemente peregrina, ofrecía todo un programa desestabilizador que a algunos nos resultaba sumamente atractivo. Lo más parecido a esa sensación que he experimentado en los últimos años procede de mi reciente lectura del ensayo Katherine Mansfield y Alonso Quesada. Ser una de esas islas, de Jorge Rodríguez Padrón, en el que el canario coteja las obras de dos autores perfectamente desconocidos entre sí. La neozelandesa Mansfield (1888-1923) y el español Quesada (1886-1925) nunca se conocieron y es imposible que jamás se leyeran. Las coincidencias entre ambos son, no obstante, muy notorias; y el hecho de que Rodríguez Padrón recurra a la literatura comparada, tremendamente infrecuente en la crítica española, tan asida a lo castizo. Pero lo había dejado escrito Claudio Guillén: “Si la poesía es la tentativa por reunir lo que fue escindido, el estudio de las literaturas es un intento segundo, una metatentativa, por congregar, descubrir o confrontar las creaciones producidas en los más dispares y dispersos lugares y momentos: lo uno y lo diverso”. Ese es, aquí, el trabajo de Rodríguez Padrón, tan interesado siempre por lo que ha llamado “memoria literaria europea” del siglo XX.

Efectivamente, desde el punto de vista biográfico, tanto Mansfield como Quesada son isleños; ambos, coetáneos casi perfectos, efectúan incursiones frustradas en el exterior y son descritos por Rodríguez Padrón como “rebeldes e intransigentes” a la par que “frágiles y solitarios”; de una u otra manera –vital, literariamente– ambos maduran de vuelta en la insularidad; y los dos se ven determinados de forma implacable por la enfermedad –la tisis en ambos casos. Los dos separan su yo vital de su yo literario y lo marcan mediante el correspondiente pseudónimo. Las coincidencias son a veces asombrosas; pero si el ensayo se limitase a una enumeración de paralelismos vitales, por muchos y sutiles que estos sean, su cotejo no sería más que un divertimento biográfico. Rodríguez Padrón se acerca a sus obras, que conoce bien, y extrae conclusiones nada caprichosas en el territorio de lo supranacional literario.

Excluida la idea de intertextualidad en sentido estricto, la relación que pueda existir entre las obras de Alonso Quesada y Katherine Mansfield solo puede atribuirse a una intertextualidad en un sentido muy lato, derivada de compartir circunstancias similares en una Europa literaria común. No hablo de la vieja idea romántica de la unidad de la literatura europea, basada en un concepto casi genealógico del caudal ideológico común o de la historia compartida, una idea que impregnó el origen del comparatismo pero nunca pudo oscurecer el hecho de que, frente a lo uno y compartido, existe lo diverso, lo individual e intransferible, lo que precisamente hace de cada creación una obra única e inimitable y un objeto de interés crítico. No: hablo –habla, más bien, Rodríguez Padrón– de una actitud especial ante la literatura y de unas consecuencias textuales concretas que comparten, particularmente, Quesada y Mansfield frente a la gran masa de sus autores coetáneos. En ambos escritores existe una conciencia moderna de la identidad rota, eso que –decíamos– la poesía aspira infructuosamente a recomponer. Y, por tanto, su escritura es, independientemente del género al que se adscriba (los relatos de la de Wellington, los poemas y novelas del canario) de carácter eminentemente poético.

La perspectiva literaria de Quesada y Mansfield, nos dice el ensayista grancanario, se basa en el “debate con las formas consagradas por el siglo XIX que sobre ellos gravitan”, a saber, respectivamente, el costumbrismo español y la novela victoriana. Su “voluntad de diferencia”, sin embargo, no los conduce a incurrir en los ismos tan en boga en su época. No son, ni Quesada ni Mansfield, escritores de vanguardia, militantes que asuman postulados colectivos; su ironía, su desdén hacia las convenciones sociales y literarias no les permite, tampoco, caer en nuevas convenciones. Intentarán “poner en cuestión la escritura literaria convencional de su tiempo” y, en ese camino, sacudir “los órdenes de la lengua en que esa última escritura se encierra”; pero recurre el autor del ensayo a Joseph Brodsky cuando rechaza el discurso de la ruptura de las vanguardias por suponer una nueva atadura: “porque en ellas no es el escritor el que elige la manera, es la propia cultura la que acaba por imponérsela: una mera alternativa estética”. La clave de la subversión de Quesada y de Mansfield no sería, por tanto, meramente estética, sino moral y existencial.

Rodríguez Padrón desvela algunas características compartidas de la escritura de sus dos objetos de estudio: la forma eminentemente dramática, el uso de la personificación, los signos de la narración reducidos al mínimo (son sus propios personajes los que transmiten el pensamiento de los autores); el aislamiento y la extrañeza de esos personajes y su capacidad de representar la “conciencia escindida, fronteriza” tan siglo XX de sus autores; la sintaxis narrativa sincopada y fragmentaria –su querencia cinematográfica, casi fotográfica–, que implica también una noción contemporánea del tiempo… Si Mansfield califica lo que hace de “prosa especial”, Quesada hará de su narrativa otra forma de poesía. Ambos terminarán ciñéndose a la infancia allá en el Pacífico (ella) y al contexto insular (él), pero no para refugiarse en el pasado, sino para adquirir debida distancia de la realidad que críticamente retratan. Y el resultado es una siempre fértil manifestación de la incertidumbre, un hondo elemento existencial: la ironía, la conciencia de la mortalidad sobre la que tanto y tan bien escribió Octavio Paz. De ambos escritores afirma Rodríguez Padrón que no son ya, por tanto, siglo XIX. A esa moderna incertidumbre se añaden la crítica social y moral; la deshumanización; el sobresalto vital que se refleja en “la respiración de la prosa”… Como ejemplo de soluciones similares aporta, entre otros pasajes, sendos fragmentos del relato “En la bahía” de Mansfield y de la novela Las inquietudes del Hall de Quesada. Los dos son de 1922.

Y todo nos lo cuenta Jorge Rodríguez Padrón con su estilo habitual: una prosa barroca, fluida y caracoleante, pero humilde y muy explícita, que no renuncia a ninguno de los índices de la reflexión, como si se estuviera dirigiendo oralmente a un público o, aún mejor, comunicando sus meditaciones, en un ambiente tal vez discreto y acogedor, a una compañía de amigos por los que sintiese el mejor de los afectos. Con ese respeto suyo a la inteligencia que un buen lector tanto aprecia. Agitadoras. Luke.