martes, 15 de marzo de 2016

El profeta de la libertad

[Walt Whitman, Hojas de hierba, edición bilingüe de Eduardo Moga, Galaxia Gutenberg, 2014]

Walt Whitman (Nueva York, 1819-Camden, 1892) ha pasado a la historia de la literatura como el poeta de América y como el gran renovador de la lírica anglosajona. Imbuido –por influencia de Ralph Waldo Emerson– de una noción trascendentalista de su tarea como poeta, su voz es la del profeta y visionario. En su deseo de cantar al héroe colectivo de la democracia que nace, frente a la vieja épica aristocrática del héroe individual, Hojas de hierba se constituye de hecho en un vasto caleidoscopio de la Norteamérica del siglo XIX. La nueva épica requiere un nuevo lenguaje y sus versos abandonan el tradicional ritmo yámbico para abandonarse al ritmo del pensamiento (con cierto aliento oratorio que le era querido), a una respiración prolongada y a una sintaxis intuitiva. Adopta todos los registros léxicos, sin despreciar las palabras soeces que nunca habían tenido cabida en la poesía, ya que en sus poemas cabe todo; también lo sucio, lo feo o lo que es tabú. La creación poética lo conduce a la comunión con una realidad poliédrica que construye desde su percepción visionaria y que a su vez lo va construyendo a él conforme el libro sufre ampliaciones a lo largo de las décadas. Todo se relaciona en el mundo whitmaniano, sin que ningún hecho ni persona destaque sobre los demás: el estadista a la misma, democrática altura que el carpintero o el indígena; los grandes accidentes geográficos junto a la locomotora y el barco de vela. El afán totalizador a menudo no puede expresarse sino con enumeraciones y catálogos exhaustivos, ya que nombrar equivale a descubrir y, por tanto, a revelar, como es misión de todo profeta.

Y, sin embargo, ese universo circular y comprensivo se articula sobre un eje: el yo del poeta. De hecho, el poemario es un permanente diálogo en busca del equilibrio entre el yo y los otros. Cesare Pavese advirtió la paradoja: “No canta jamás a Norteamérica: canta de sí mismo absorto en el descubrimiento de Norteamérica como entidad política […], pero canta también de sí mismo absorto en el descubrimiento de la vida en la cual Norteamérica no es más que un átomo o […] un símbolo.” La búsqueda de Whitman es religiosa, pero de una religión alejada de la tradición y de la mediación ritual: la religión de la libertad. Pavese (de nuevo) identifica los poemas del neoyorquino como “un himno al perfecto individuo whitmaniano que experimenta la alegría, la salud, la libertad de sus contactos con las cosas del universo”. También José Martí se detiene en ello: “Creíais la religión perdida, porque estaba mudando de forma sobre vuestras cabezas. Levantaos, porque vosotros sois los sacerdotes. La libertad es la religión definitiva. Y la poesía de la libertad el culto nuevo”. Es la libertad de un alma que quiere comulgar con el alma de la realidad mediante su observación y libre goce, donde nada es sucio porque todo es sagrado; un alma que tiende al panteísmo y que, sin embargo, nunca deja de tener plena conciencia de su individualidad. Los versículos de “Ahora, cantos precedentes, adiós”, escrito en 1888 bajo el peso de la enfermedad y el temor de la muerte, describe sus poemas como “nacidos de las fibras de mi corazón, de mi garganta y mi lengua (la sangre caliente, palpitante, de mi vida,/ el impulso y la forma personales para mí, no meramente papel, o tinta y tipos automáticos),/ y cada uno, cada expresión del pasado, con su propia y larga historia/ de vida o de muerte, o de soldados heridos, o del país en peligro o a salvo”, y con ellos el poeta contrapone ese universo poético proliferante y tendente a abarcarlo todo y a constituirse en materia viva del yo (“¡Oh, cielos, qué destello y qué inacabable tren de todo, puesto en marcha!”) con la presente experiencia del final de su ciclo vital: “¡qué migaja despreciable, en el mejor de los casos!” La misión profética da sentido, pues, a la voz poética, quizá porque la propia vida del humanísimo individuo Whitman, en el fondo, también importa.

El poeta Eduardo Moga incorpora una detallada introducción que repasa razonadamente la vida del poeta, el significado de Hojas de hierba en la literatura anglosajona, su recepción crítica del momento y la importante influencia que ejerció en las literaturas hispánicas, de Martí a Ernesto Cardenal pasando por Rubén, Borges, Huidobro, Lorca o Neruda entre otros. También se demora en explicar el lugar de su traducción con respecto a la serie de las que hasta el momento existían, desde la primera de Armando Vasseur (1912), influyente durante décadas pero bastante deficiente, hasta la de Borges (1969), laboriosísima y de gran calidad profesional y literaria, pero quizá excesivamente lacónica, pasando entre otras por la muy polémica de León Felipe (1941). El barcelonés, que ya había traducido a otros autores norteamericanos (Frank O’Hara, Carl Sandburg, Charles Bukowski, Tess Gallagher, Billy Collins, William Faulkner), sortea con éxito las dificultades propias de la versión al español de un universo total expresado en un inglés a veces local y a veces técnico, otras arcaico y muchas neológico, con un ritmo oratorio pero enumerativo o repetitivo que no siempre se aviene bien con la prosodia del español y sus implicaciones semánticas, y con una puntuación a veces enloquecida... De entre todas las ediciones que se publicaron en vida del autor, Moga opta por la de 1892, la llamada edición del lecho de muerte por tratarse de la autorizada por el propio Whitman muy poco antes de morir, un deseo que era razonable respetar. No creo que me equivoque si afirmo –y que Borges nos perdone– que estamos ante la nueva traducción de referencia de Hojas de hierba. Estación Poesía. Caravansari.