sábado, 20 de octubre de 2012

Una novela sobre el conocimiento y la libertad del hombre

[Carlos Gámez, Artefactos, IX Premio Cafè Món, Palma de Mallorca: Sloper, 2012.]

Me interesa toda obra de arte que encierre un discurso, una propuesta: no necesariamente un posicionamiento moral, y menos alguno en concreto, pero sí un planteamiento de cuestiones que tengan que ver con el hombre. La literatura como mero juego, como diversión asociada a una realidad que se sobrevuela sin juzgar, la literatura en la que todo aparece como válido, no me interesa. Por eso me interesa tanto Artefactos, un libro que, pese a beber de los libros de su tiempo y reproducir algunos de sus rasgos, supera el pensamiento débil que caracteriza la literatura posmoderna.

Presentada como novela de ciencia-ficción, la opera prima de Carlos Gámez (físico, diplomado superior en Historia de las Ciencias y estudioso de la relación entre ciencias y literatura) utiliza el ámbito del conocimiento científico para explorar la realidad: la ciencia como recurso, no como tema. No estamos hablando de un subgénero, sino de un nuevo realismo puesto al día a través de la ciencia. Entre los elementos que configuran la trama hallamos las conexiones entre la lingüística y las neurociencias, la física cuántica y en particular la computación cuántica (que explica percepciones paranormales), el tráfico de neurocircuitos integrados...

Uno de los personajes de Artefactos asegura que “no hay flujo de conciencia” (p. 14), una idea posmoderna que sugiere la incapacidad de aprehender la realidad más allá de la mera percepción, aunque veremos que la novela cuestiona esa idea. Otros rasgos posmodernos claros son las alusiones alternas a la cultura pop y a la cultura canónica; la presencia de las marcas comerciales; el cosmopolitismo dominante y la globalización que se resuelve en escenarios múltiples (vía inmigración, turismo, viajes, becas de estudios, comunicación digital); y, sobre todo, la omnipresencia de la tecnología, especialmente en materia de comunicación.

Hay siempre uno o varios artefactos que determinan explícitamente cada relato, frecuentemente en relación absorbente con los personajes: la televisión, las videoconsolas, el ADSL, el control de rayos X del aeropuerto, el neurochip, el ingenioso casco iTraveler... En determinado momento se nos dice lo siguiente:

La imagen de la máquina en toda su amplitud me sobrepasa. Entiendo las relaciones invisibles que nos gobiernan. Asumo que volvemos a estar en manos de la Providencia, que es cuántica. Descubro la verdad, si eso es posible (p. 78).

El hecho tecnológico se refleja en la escritura y en la estructura del texto, al que a veces accedemos en formato blog, como correo electrónico, simulando el hipertexto, mediante enlaces externos o, incluso, a través de la reproducción de determinadas interfaces.

Sin embargo, asoma en este libro la superación de la mencionada aproximación posmoderna al mundo. En él se habla de pensiones, de racismo contra los europeos de tercera generación, de la industria farmacéutica, del rencor de clase y del rencor de raza, de la explotación laboral, del consumismo. Todo eso es el futuro en Artefactos, y late en el discurso de Gámez una conciencia crítica y preocupada por ese futuro desolado. En particular, hay una preocupación geopolítica en la previsión de una Unión Europea refundada, seguramente no en un sentido más democrático ni más justo.

El multiculturalismo que se respira y las menciones a la cultura pop no implican aquí pensamiento débil; encuentro en este libro preocupaciones existenciales y metafísicas, y las explicaciones sugeridas ponen en valor la ciencia y el mundo académico como acceso privilegiado a la solución de los problemas. En resumidas cuentas, Artefactos es una novela sobre la relación entre la percepción, el conocimiento y el uso de mecanismos de evasión como las drogas y las nuevas tecnologías, con pasajes reveladores a este respecto. Y, por consiguiente, una novela que juega con pericia con la epistemología.

El autoanálisis está presente en todo el libro, pero sobre todo en el magnífico “Cuento cuántico”, en el que el componente psicológico es muy potente; llevado a veces a extremos cómicos, como en la escena del burdel, o grotescos, como cuando convierte la mera cumplimentación de un formulario online en todo un análisis de personalidad, el relato se centra explícitamente en el problema de la percepción, aclarando a cada momento que todo lo que el sujeto opina de la realidad se basa en “impresiones” (pp. 47 y ss.).

El paso del tiempo es en sí mismo un elemento existencial: el vértigo se manifiesta en unos topónimos que -de manera inverosímil- cambian a más velocidad incluso que las generaciones que se suceden (“la ciudad que en el futuro no será conocida/ pronto no será conocida/ ya no es conocida/ anteriormente conocida como Barcelona/ Berlín/ Manchester, etc.”) y sugiere en el lector que los personajes son muñecos en manos de las circunstancias, sin anclaje existencial. Artefactos sugiere y en ocasiones declara el desarraigo. Mientras otros topónimos evolucionan, Suiza sigue siendo Suiza: como si el poder del dinero no sufriese los efectos del tiempo.

Gámez identifica las drogas y la tecnología como mecanismos de evasión fuertemente determinantes de la percepción de la realidad, pero va más allá del hedonismo posmoderno. No se limita a describir el consumismo, sino que acecha su componente de sufrimiento, su aspecto de búsqueda de sustitutos para la imaginación. Hay una crítica a la deshumanización en todo ese proceso de sustitución artificial; el autor se abstiene de moralizar, pero tampoco permanece al margen: abre cuestiones existenciales, lo que en sí mismo ya constituye una justificación plausible para cualquier obra. Incluye Artefactos una referencia de pasada al Mefisto de Klaus Mann (pp. 79 y ss.), con lo que ello supone de valoración de la voluntad humana por encima del determinismo de los pactos con el diablo (con la tecnología, en este caso).

La narración es solo aparentemente fragmentaria. Los relatos que la componen se interrelacionan, pertenecen a ámbitos diversos que, no obstante, representan un mismo mundo global con problemas y soluciones semejantes. De una enorme eficacia en el empleo de un lenguaje exento de adornos, Gámez recurre también con inteligencia a la metanarración. En determinado momento y sirviéndose de la ficción tecnológica, el narrador se autoexpone, pero no solo para cuestionar con Pirandello o Unamuno el estatus del hombre (bien de demiurgo, bien de pelele en manos de quién sabe qué), sino de manera perfectamente integrada con la interpretación que hace de una realidad altamente tecnologizada y del problema de la mediatización de la percepción por esa tecnología. Es revelador el siguiente párrafo, en boca de uno de los personajes:

Soy el narrador. No hay nadie más poderoso que un narrador. Puede simular no saber nada aunque lo conoce todo de la historia que está armando. Tiene la capacidad de hacerse invisible mientras maneja los hilos de la trama. Resulta más propio de la ciencia ficción que del realismo, el narrador (p. 90).

Para corroborar el posicionamiento no posmoderno del autor en clave metanarrativa, la narradora del último relato confiesa la limitación de su control cibernético de la situación, en abierta contradicción con el párrafo anterior, toda vez que

Manel ha irrumpido en el relato de forma vital y expansiva, lo que me obliga a enfrentarme a lo contradictorio, incongruente y voluble que pervive en los seres humanos. Algo que cuesta mucho expresar pese a la tecnología que nos envuelve (p. 123).

El narrador-dios que todo lo puede a través de la tecnología conoce aquí dónde están los límites de su poder: en la libertad imprevisible del ser humano. Agitadoras. Omnia.

jueves, 4 de octubre de 2012

Rehabilitar fantasmas

[Sinesio Domínguez Suria, Elena vuelve a estar de luto, El Sauzal (Tenerife) y Madrid: La Página Ediciones, 2012.]

Resultaría imposible escribir una historia de la literatura canaria de los siglos XX y XXI sin atender la figura de Sinesio Domínguez Suria (Santa Cruz de Tenerife, 1944), escritor, editor y destacado animador de la vida cultural grancanaria y tinerfeña desde 1966 hasta la fecha. Su papel como colaborador y editor en revistas tan importantes como La Página o Fetasa y su trayectoria como autor de al menos siete volúmenes de narrativa, reconocida con varios premios, le hacen acreedor a ese lugar de honor.

Tras cinco novelas (La tregua, 1966; Crónica de una angustia, 1981; Los juegos del tiempo, 1992; Los sueños imposibles, 1999; y Los caminos de Creta, 2006), Domínguez Suria parece discurrir con especial gusto por el camino que otros narradores suelen recorrer en sentido inverso, el que lleva de la novela a la narrativa breve. A La arboleda de adelfas (2007), que recogía los frutos de una tarea cuentística desarrollada ya desde hacía años, sigue hoy Elena vuelve a estar de luto (2012), una colección de textos que van desde el relato de pocas páginas a la novela breve.

Domínguez Suria, narrador de estirpe psicologista, recoge en este volumen relatos de diversa extensión e intención, mediante un lenguaje depurado y libre de descuidos como los que antaño señalamos en su prosa. En “Brújula de buganvillas” somete al lector a la tensión de una amenaza desconocida en un ambiente que solo los protagonistas dominan. En “Piedramadera” acude al tono fabulesco y en “El desagravio” a la ironía sobre la realidad más cotidiana, sobre la burocracia y la mezquindad de nuestros políticos de medio pelo y de quienes juegan su juego. “Mano de santo” es un juego humorístico en el que el misterio juega a favor de conclusiones vagamente freudianas. “Hambre” es, de nuevo, un juego en el que a Domínguez Suria se le ven el oficio, la necesidad y el gozo de narrar. La miseria y el drama asoman en “A modo de una pérdida bucólica”, de título francamente sarcástico, y en “Una flor de azahar” el autor se recrea, como es frecuente en sus relatos, en el recuerdo infantil.

“Los ojos verdes”, subtitulado “Relato con sabor a viejo”, recrea un mundo romántico y aristocrático que es pero no es la España del siglo XIX, ya que Domínguez Suria suele huir de los contextos definidos y prefiere sugerir ambientes para sus argumentos. En este relato se dan el amor no correspondido, el despecho, el arrojo del soldado, las estrictas normas de la alta sociedad... Y la sugerencia crítica asoma en el hecho de que el cuento presenta dos posibles finales; grosso modo, uno romántico y otro realista. El lector puede elegir el que más le cuadre de ambos y ambos se ajustan al relato, pero su cotejo pone en evidencia con suave ironía lo forzado de los finales románticos -también en la vida.

Domínguez Suria es un experto recreador (o tal vez inventor) de la memoria y, así, en “Eulalia y María” el relato parece mero pretexto o vehículo para retrotraerse a anécdotas significativas, muy humanas, en las que detenerse un rato a sonreír. “Esdrújulos” es una ensoñación histórico-literaria muy del gusto del autor, que de alguna forma recuerda a Los caminos de Creta. La novela corta que da título al volumen, estructurada en cuatro capítulos, pone en juego con gran acierto las voces de diversos personajes (un mayordomo, un marido muerto a través de una carta, una empleada y el propio narrador) para completar el cuadro de una saga familiar y del enigma que oculta su última representante y que varios índices venían anunciando eficazmente a lo largo del relato. Por último, “El retorno” es -una vez más- un ejercicio de nostalgia y una reflexión sobre la misma que concluye con una frase con la que el autor parece querer explicar el libro entero y que, tal vez, es un acto de confesión o reconocimiento: “Tus viejos fantasmas siguen tan desgastados como lo estaba la casa. Alguna vez tendrás que rehabilitarlos o, por el contrario, tirarlos a la basura.” Sin duda, la mejor manera de rehabilitarlos es un libro como Elena vuelve a estar de luto.