miércoles, 15 de agosto de 2012

Qué no entiendo yo por “manual”

[José Ángel Mañas, La literatura explicada a los asnos. Manual urgente para jóvenes y no tan jóvenes, Barcelona: Ariel, 2012.]

En 1994 leí Historias del Kronen, una novela que genera poderosos anticuerpos en sus víctimas. Esto hizo que no volviera a tener curiosidad por ninguna de las sucesivas novelas que de entonces acá ha publicado José Ángel Mañas (Madrid, 1971). El paso del tiempo, que casi todo lo ablanda, sumado a cierto síndrome aeroportuario que me induce a comprar lecturas ligeras cuando viajo, consiguió que cuando topé en un anaquel con el último libro de Mañas, La literatura explicada a los asnos. Manual urgente para jóvenes y no tan jóvenes, me parase a hojearlo. Su título me pedía que no lo comprara: no porque yo me considere mejor que un asno -nadie debería menospreciar este paciente animal-, sino por el enfoque desfachatadamente comercial que me auguraba pocas aventuras. Acabé comprando el libro, creo, empujado por una genuina esperanza de comprobar que en aquel maltratador del idioma hubiesen madurado mejores frutos con el paso de los años.

Dejo claro desde el primer momento que estoy de acuerdo con ciertas afirmaciones que el autor dedica a la crítica literaria en las páginas que titula “Sobre el reseñismo”. Efectivamente, no hay crítica más provechosa que la que se hace de un libro que ha gustado y del que se pueden cantar elogios. Es mucho más útil recomendar un libro bueno que denostar uno malo. La mala baba de algunos críticos puede ser fruto de la frustración del que no es capaz de crear nada propio y se encona contra los que, con mayor o menor fortuna, sí lo son... Aunque, por otro lado, esta figura del crítico viperino siempre me ha parecido un tanto folletinesca, una especie de recurso fácil para receptores de malas críticas, un pataleo. Porque un crítico, al fin y al cabo, no tiene que demostrar que sabe escribir novelas: ha de saber criticarlas con imparcialidad.

En cualquier caso, junto con la juventud había yo dejado atrás las reseñas negativas y en los últimos años me había dedicaco a la tarea mucho más gratificante de intentar escribir con originalidad y rigor de los libros, de las obras de arte y hasta de la música que sí me gustan. Y, no obstante, hoy siento un impulso irrefrenable y aquí estoy, a punto de hacer una crítica negativa del último libro de Mañas. Que Dios me perdone, ya que solo él sabe por qué salí de aquel quiosco con el libro bajo el brazo.

El autor comienza confesando que se trata de un libro de encargo, lo cual explica muchas cosas. No quiero dejar de reconocer antes que nada que el libro posee algunas virtudes: tiene un orden razonable, intenta poner al alcance de cierto público un esquema cronológico y estilístico de la literatura española y algunos (pocos) conceptos, retoma a veces reflexiones acertadas, sobre todo por lo que se refiere a finales del siglo XX y siglo XXI, es decir, a la época vivida por el propio autor. Mañas demuestra ser -una de dos- o un lector atento y reflexivo o un asistente a tertulias asiduo y con gran aprovechamiento. Utiliza un lenguaje nada complejo, apto para lectores no habituados al discurso académico sobre la literatura, como parece sugerir el título del libro y el mismo enfoque del proyecto. Algunos pasajes son especialmente atinados, como los “apuntes personales” que dedica a Miguel Delibes o algunas de sus reflexiones sobre la relación entre literatura y cine. Y, por mor de esas virtudes señaladas, no podemos decir que la lectura del libro sea una absoluta pérdida de tiempo. Suele decir el poeta zamorano Julio Marinas que no hay un libro de poemas tan malo que no contenga siquiera un solo verso bueno, y tiene razón.

No obstante, durante la lectura siempre me ha acompañado una pregunta: ¿por qué este libro? Está claro el propósito editorial, que en muchos casos se perfeccionará en la mera adquisición del manualito, ya que el acceso a Jorge Manrique y Gracián, pese al buen esfuerzo divulgador de Mañas, no parece para todos los públicos.

Un manual, con el enfoque que sea, se justifica si cubre una necesidad previa. Sin embargo, a los que estudiamos el bachillerato en los manuales de literatura de don Fernando Lázaro Carreter este libro no nos aporta un solo concepto nuevo; y para los desafortunados que han sufrido los estupefacientes efectos de la LOGSE, Mañas es con seguridad portador de novedades conceptuales y anecdóticas pero, pese a que logra hacer amena la lectura, no llega a vulgarizar la materia de la que trata como para que el producto sea un libro apto para todos los públicos. Esto hay que apuntarlo en su haber aunque, sinceramente, creo que hay un sector del público al que este libro no llega y otro sector al que poco puede aportar. En la difusa intersección de esos dos sectores puede encontrar sus destinatarios.

En otro sentido, tampoco puede ser un manual un libro que hace de la autocita y de las peripecias y circunstancias de su propio autor el centro de capítulos enteros. Mañas ajusta cuentas con Montxo Armendáriz por su adaptación al cine de Historias del Kronen (pp. 153 y ss.), rememora sus contactos con Carmen Balcells (pp. 134 y ss.) y con otros personajes, vuelve aquí sobre su opera prima para autocitarse en un párrafo sencillamente execrable (“El mundo audiovisual según un joven de 1992”, p. 162), cita allá su Ciudad rayada como introducción al capítulo sobre la literatura posmoderna (p. 249) y se extiende generosamente sobre el papel de -¡una vez más!- Historias del Kronen en la novela posmoderna española (pp. 262 y ss.). El capítulo (agárrense los machos) empieza así:

Aunque no es fácil hablar de la obra de uno mismo, creo que puede decirse que Historias del Kronen, mi primer libro, editada en 1994, ha sido una de las ficciones más representativas de la época, uno de los buques insignia de la misma y una novela que abrió las puertas editoriales a toda una generación. (p. 262)

La falta de objetividad así demostrada (cuando no la inmodestia) arruina cualquier crédito que pudiéramos conceder a los criterios vertidos en las páginas de este manual urgente.

Si como manual no es efectivo y consideramos que -independientemente del volumen de ventas que alcance y que deseo muy abultado- será un libro de lectura minoritaria, su interés debería ser consecuencia de la aportación de elementos nuevos a la materia tratada: reflexiones que iluminen ángulos inexplorados de ciertas obras, una interpretación distinta de la cuestión de los géneros, el cuestionamiento de los períodos literarios, la definición de categorías originales... Nada de esto sucede en La literatura explicada a los asnos, cuya única lectura posible (y tal vez aquí se halla la respuesta a la pregunta ¿por qué este libro?) es próxima a la que haríamos de un libro autobiográfico o de memorias: en este caso las de un lector, con su sistematización, sus preferencias explícitas y sus reflexiones al respecto; un canon, por tanto, cuyo interés dependerá del crédito que concedamos al lector como tal, que en esta oportunidad -veremos por qué- no resulta ser mucho.

Otra justificación para una obra que apenas aporta ideas originales podría ser la excelencia en la escritura, el estilo, la voluntad literaria y todas esas zarandajas que a veces consiguen que un libro sin sustancia nos haga pasar un buen rato. Tampoco es el caso. Mañas demuestra un dominio tan somero del lenguaje y, en ocasiones, de la materia que trata que la lectura de su libro, lapicero en mano, se convierte en una yincana correctora tanto más ingrata por cuanto no es retribuida. Y aquí -me doy cuenta según escribo- debe estar el quid de mi empeño en reseñar un libro que no me había gustado. Sospecho que se trata de pura indignación.

Me molesta, por ejemplo, la imprecisión y la corrección política que le permiten a Mañas interpretar anacrónicamente la figura de Alfonso X el Sabio como pedagogo de una “joven nación”, porque “era perfectamente consciente de que no puede haber unidad nacional sin unidad lingüística”. Vamos, todo un nacionalista avant la lettre, este don Alfonso. Pero que el medievo no es el fuerte del autor lo demuestra cuando afirma que el Rey Sabio, “como autor de las Cántigas es, junto con López de Ayala, Jorge Manrique y el infante Juan Manuel, uno de las padres fundadores de la lengua castellana” (p. 55). Mañas olvida que las Cantigas fueron compuestas en el gallegoportugués literario de la época, y no en español.

Me molesta también que se quede tan ancho tras afirmar que “resulta curioso, en el caso español, comprobar que, teniendo la conquista de América que relatar, lo que se escribiera sobre ella fuera tan escaso”, y cita las cartas de Colón y Cortés como excepciones, dado que, al parecer, “los españoles eran poco dados a escribir sobre sus gestas” (p. 170). Entiéndaseme: no me molesta la ignorancia en general, pero sí la de alguien que firma algo que se llama “manual”, por muy urgente que se lo adjetive. Mañas decide que los límites del mundo son sus propios límites y se cepilla de un plumazo al padre Las Casas, a Díaz del Castillo, al Inca Garcilaso, a Fernández de Oviedo, a López de Gómara y todo el corpus ingente y variadísimo de las crónicas de Indias.

Un manual de divulgación no consiste, por cierto, en un alarde de exactitud académica, pero sí debería evitar generalidades u obviedades tan prescindibles como que los cuentos de El Conde Lucanor  “son preciosos y admirados aún por su calidad formal” (p. 57); o que “resulta bonito ver” ciertas cualidades del teatro de Jardiel (p. 101); o, ya de lleno en la tarea crítica, que ciertas opiniones “tampoco son como para caerse de culo” (p. 187) El máximo nivel conceptual lo marcan párrafos como el siguiente, referido a la novela de Martín-Santos, Tiempo de silencio:

Hay una sensibilidad naturalista, tanto en la miserabilidad del ambiente como en la influencia determinante del mismo sobre los personajes, y un cierto aire existencial que la convierte en la prolongación de cierta novelística europea de los cuarenta y los cincuenta: los Camus, Simenon, y en España, el Pascual Duarte de Cela. (p. 138)

Es decir, nada que no diga cualquier manual escolar. Pero tampoco parece adecuada la humildad impostada -o tal vez manifestación de inseguridad- que supone rematar una reflexión sobre Bergamín con la siguiente concesión, inverosímil en un objeto llamado “manual”: “Esto, en fin, es una opinión personal mía, en la que puedo estar equivocado” (p. 193).

El pobre dominio de la lengua es sorprendente en alguien que imparte habitualmente conferencias y que ya ha firmado (y a quien le han publicado), entre otros artefactos, una decena de novelas. Que no haga gala de un vocabulario extenso, ni tampoco intenso, podría ser fruto de la intención divulgadora, pero esta no validaría algunos errores de gran calibre impropios de un libro supuestamente revisado en las oficinas de un sello editorial que publica a Savater, a Arteta, a Ayala...

Por ejemplo, en determinado momento el autor quiere cuestionar una idea “que tiene mucha predicación hoy en día”, en lugar de “predicamento”, un error que parece sistemático (p. 110, p. 246).

Introduce en algún lugar Mañas el neologismo “ecologizante” (p. 230), inteligible pero impreciso, pues en todo caso cabría adjetivar a una persona de tendencias ecologistas como “ecologistizante”; pero tal vez esto es hilar demasiado fino.

En el terreno de la morfología, el autor demuestra no advertir el mecanismo que por motivos eufónicos exceptúa el uso de artículos femeninos ante los sustantivos femeninos que comienzan por el fonema /a/ acentuado; Mañas traslada al sustantivo y al resto de sus adyacentes el género masculino del artículo empleado por excepción, y así escribe sobre “un aura único. El de los clásicos inmortales...” (p. 189).

También desconoce Mañas la conjugación de esos traviesos verbos irregulares que se diptongan allá donde el acento se rebela contra las tiranías del infinitivo. ¡Maldita lingüística románica...! Así, escribe que Andrés Trapiello “descolla” (por “descuella”, p. 172) entre sus coetáneos; y que el humorismo “emparenta” (por “emparienta”, p. 259) a Eduardo Mendoza con Cervantes y Galdós.

Recojo a vuela pluma algunos de los casos en que Mañas incurre en pleonasmo reprobable. Por ejemplo, pudiendo haber escrito del Quijote, aun constituyendo simplificación, que en su mayor parte consiste en un diálogo entre los protagonistas, no se conforma y afirma que se trata de “un dueto dialogado de la pareja de protagonistas” (p. 72): en una frase que consta de cuatro palabras con contenido léxico, tres dicen lo mismo... Más adelante, Mañas se permite desvalorar los aforismos de Quevedo porque, asegura, hay “repetición y paja entre un trigo que habría exigido mayor exigencia selectiva” (p. 188). Poco después, ya hemos citado su manifestación de “una opinión personal mía” (p. 193; pues claro, ¿de quién si no?).

Intenta enumerar Mañas los recursos retóricos habituales en los artículos de opinión de Juan José Millás, ese buen columnista y novelista muy flojo a quien al parecer admira mucho (todo va cuadrando) y, en un párrafo sin desperdicio, pone en evidencia un desconocimiento sideral de la retórica, del léxico y del estilo:

También podríamos tildar de ramoniana la riqueza intelectual de sus operaciones imaginativas: la personificación de seres inanimados, la prosopopeya, el tomar las expresiones figuradas literalmente, etcétera. (p. 217)

Para empezar, se concede rebajar a Gómez de la Serna: “tildar” no es sinónimo de “calificar”, porque significa “señalar a alguien con una nota denigrativa”. Luego, yo tenía entendido que las “operaciones imaginativas” eran cosas del doctor House, mientras que los escritores empleaban figuras y tropos o, en todo caso, recursos. Después enumera como figuras distintas la personificación y la prosopopeya, que son dos nombres de lo mismo, e incurre en nefasto circunloquio por ignorar aparentemente que “el tomar las expresiones figuradas literalmente” se llama “dilogía”. ¿Pero esto no era un manual de literatura?

Un solecismo que no cabe atribuir en exclusiva a este autor, pues está arraigando muy hondo ya en el idioma y lo escuchamos y leemos todos los días, es la expresión “como no podía ser de otra manera” (p. 227), un equivalente bárbaro de “como solamente podía ser” con el que se corrobora lo dicho inmediatamente antes o después atribuyéndole la condición de única solución o efecto posible. La expresión ya viene introducida por una partícula que expresa modo, por mucho que ese contenido se esté perdiendo en la percepción de hablantes que muchas veces nos enojan con expresiones similares: “como así se lo dije”, “como no podía ser de otra manera”, “como así queda demostrado”... La expresión correcta en nuestro caso habría sido, entre guiones, “no podía ser de otra manera”; o, conservando la estructura subordinada entre comas, “como solamente podía ser” o “como tenía que ser”; o, sustituyendo la circunstancia de modo por un valor causal que permitiese el atributo “de otra manera”, “pues/porque/ya que no podía ser de otra manera”.

Mañas no terminará su libro sin darnos algún disgusto más. En su muy superficial discurso sobre la cultura pop de los 80 y 90 (¿se puede hablar de manera no superficial sobre el pop?), y en medio de afirmaciones inanes sobre esa banda de rock insulsa y sobrevalorada que fue Nirvana, utiliza dos veces y en líneas muy próximas el barbarismo “a nivel nacional” (por “en el ámbito nacional”, p. 260).

En fin: llegados a este punto, el sufrido lector ya habrá averiguado por qué terminé La literatura explicada a los asnos y por qué he dedicado unas horas a la redacción de esta reseña que, aunque juro ha querido ser piadosa y para nada exhaustiva, estoy seguro de que acabará trayéndome más disgustos que alegrías. Pero hay ocasiones en que el estómago no pide alegrías, sino justicia; y, en justicia, nadie que cometa los fallos elementales reseñados tiene derecho a titular un libro suyo manual de literatura. Aunque lo destine a los asnos. Cuadernos del Matemático.