martes, 18 de septiembre de 2012

Placeres del lenguaje

[Eduardo Mendoza, El enredo de la bolsa y la vida, Barcelona: Seix Barral, 2012.]

Dedicarle elogios a Eduardo Mendoza a estas alturas no parece muy arriesgado. Tampoco me lo parece, ciertamente, afirmar que El enredo de la bolsa y la vida, en comparación con las otras novelas protagonizadas por su ya consagrado detective sin nombre, deja un tanto que desear: su argumento, que en autor que reclamase menos exigencia resultaría suficientemente cautivador e hilarante, en Mendoza decepciona un poco. Es lo que tiene haber escrito tan grandes novelas. El mismo Mendoza revela sus limitaciones a modo de exorcismo en una entrevista reciente en El País, en la que afirma: "Pasé verdadero terror con El enredo de la bolsa y la vida. Tenía miedo de que saliera mal, de que le vieran las costuras y si esto sucedía con esta lo mismo les pasaría a las otras."

Y, efectivamente, costuras se ven. Sin embargo, en esta nota -que no quiere ser reseña integral- quiero dejar constancia de por qué esta novela, como cualquier libro de Mendoza, resulta una lectura extremadamente placentera. Al menos, para mí lo es, sin excepción y con independencia de la eficacia de su argumento, y creo que así sucederá con todas aquellas personas que esperan encontrar en la lectura, además de un argumento mejor o peor trabado, un estilo que transmita compromiso con el lenguaje y amor por la palabra. Es el caso de Mendoza incluso cuando se pone gamberro, o sobre todo cuando lo hace.

El Mendoza más comercial se yergue como un gigante frente a las prosas sin personalidad, cursis, chabacanas, planas, ñoñas, muy amenas, irrespetuosas, mecanizadas, radicalmente desprovistas de inteligencia o indiferentes en su actitud hacia el lenguaje que dominan la escena literaria. En esto quizá solo sea un reflejo romántico acudir al “cualquier tiempo pasado fue mejor” manriqueño; me temo que siempre sucedió eso de que unos pocos colosos del lenguaje descollaran en un océano de mediocridad. Y entre nuestros colosos está el novelista catalán.

Por señalar algo negativo en el plano del lenguaje, he encontrado un error de concordancia en la novela: el sujeto compuesto por “El entusiasmo [...], la abnegada decisión [...], la aparición [...] y el anuncio [...]” se hace concordar con “se trocó” (p. 169). También abusa Mendoza de esas comas espúreas que a veces nos sugiere una pausa prosódica entre un sujeto largo o complejo y su verbo (como en ese mismo ejemplo, entre varios otros).

Dicho esto, paso a lo importante: adoro la sátira. No es fácil encontrar escritores de pluma lo suficientemente afilada como para despellejar a cualquiera y que, sin embargo, se limiten a ironizar en voz baja, para que solo los más atentos comulguen. El autor hace víctima de su fina sátira a todos sus personajes y con frecuencia a los sectores sociales que representan, empezando por el mismo protagonista y hasta por el mismo autor.

En el terreno de lo absurdo y lo grotesco, en una tradición que parece beber del surrealismo y de Jardiel Poncela pero también en línea con la picaresca, el propio narrador (un pícaro que se desenvuelve entre el sablazo, el hampa y la economía sumergida) se expone a la burla del lector en numerosas ocasiones, como cuando tras escuchar un latinajo (“Homo homini lupus”) confiesa sin ambages: “Pensé que me estaba dando la absolución” (p. 10).

En determinado punto, un personaje desgrana los éxitos del protagonista/narrador, mencionando los casos que dieron cuerpo a las anteriores novelas de la serie: “algunos casos extraordinarios, como el de la cripta embrujada o el laberinto de las aceitunas”, para rematar con una confusión en que el autor se mofa de su propia fama: “Y me emocioné al oír cómo había resuelto el asesinato en el comité central”, en alusión a una novela negra de otro célebre barcelonés, Manuel Vázquez Montalbán, a lo que el protagonista contesta sin mayor aprecio, como si de una broma privada se tratara: “Sí, ahí me lucí” (p. 27).

Mendoza se ríe del actual auge de las filosofías orientales, o al menos de cómo a menudo charlatanes sin escrúpulos viven de engañar al prójimo invocando esas filosofías; así, el personaje conocido como Swami. No deja títere con cabeza el autor ni se para frente a los más sagrados iconos culturales: en determinado momento, enumera los disfraces de “Batman, Ferran Adrià, Magneto y otros ídolos” (p. 213)

Si todos los personajes son risibles, destacan entre ellos los Siau, una familia china de comerciantes que Mendoza cincela a través de los tópicos corrientes sobre los chinos y de un lenguaje característico y caricaturizado, que prescinde de artículos, abusa del adjetivo “honorable” y confunde los términos desde su misma presentación en el rótulo de su bazar: “Objetos prensiles (para llevar)” (p. 34).

El abuelo Siau canta “¡Baixant de font de Gat! -sin artículos- y lo explica: “Esta semana he de practicar canciones populares para inmersión lingüística” (p. 145), en alusión a un fenómeno político que nada tiene que ver con la realidad retratada en El enredo (ni con ninguna realidad razonable). La Barcelona de Mendoza, hampona y cosmopolita, en efecto, permanece ajena a la ramplonería de la cultura oficial que excluye del reconocimiento público a sus mejores escritores por el delito de escribir, como Mendoza, en una lengua tan barcelonesa como es el español. La sandez de la corrección política, puesta en boca de un abuelo chino, brilla en toda su procacidad.

En el mismo terreno, la adolescente Quesito cita un suicidio para que Mendoza nos deleite con una de esas paradojas conceptistas que salpican su prosa: “Una vez, en el colegio, un profe se inmoló a lo bonzo para protestar por el modelo educativo. El director aprovechó para explicarnos la guerra de Vietnam contra Cataluña” (p. 178), en satírica denuncia de una enseñanza que propaga la sistemática tergiversación de la historia por el establishment nacionalista y el empobrecimiento general del espíritu crítico. Mendoza, que conoció los tiempos gloriosos de la cultura barcelonesa, se duele y satiriza su adocenamiento actual. No es extraño que el narrador ponga en boca del mismísimo alcalde de la Ciudad Condal el siguiente circunstancial: “cuando Barcelona era una ciudad de verdad, y no la ridiculez que es ahora...” (p. 224).

Pero, sobre todo, admiro la naturalidad de quien domina los registros del lenguaje con veteranía y, una página sí y otra también, homenajea a los clásicos a la chita callando. Mendoza es el Siglo de Oro puesto al día. Es el conceptismo y es la picaresca, y quiere que se note. Por eso utiliza en el arranque de su novela tiempos verbales arcaizantes (“Llamaron. Abrí. Nunca lo hiciera”) o reflexivos enclíticos que propulsan la lectura a un ritmo ya acelerado desde el inicio (“fuese el cartero”, “pasmome hallar en su interior...”), aun reconociendo en las mismas acotaciones del narrador lo forzado del estilo (“abriose el sobre (con mi ayuda)”; p. 7). Mendoza utiliza con frecuencia esa confusión de registros a efectos satíticos: también cuando escribe, por ejemplo: “Y así, sumido en esta intricada disyuntiva existencial, me quedé roque” (p. 206).

El catalán confiesa su minuciosa conciencia del lenguaje a través de sus personajes, que a menudo llaman la atención sobre su discurso. El narrador sin nombre afirma, por ejemplo, que sus compañeros “tardaron un rato en comprender el significado, el alcance y quizá también la sintaxis de [su] anuncio” (p. 162), y Rómulo el Guapo se excusa por no emplear un lenguaje claro y ordenado: “Perdonad si a veces peco de imprecisión o cometo anfibologías: soy un hombre de acción, no de oratoria” (p. 253). Queda así indirectamente confeso el prurito de precisión lingüística que arrebata a Mendoza y que a nosotros nos procura tanto disfrute.

Utiliza con rigor conceptista recursos como la dilogía: un personaje que ha bebido mucho, dice el inspirado narrador, “no paraba de hacer lo que modestamente calificó de menores” (p. 208). A veces lanza máximas perfectamente cervantinas: “que no suele guardar miramientos quien consigo mismo vive” (p. 206). Emplea con profusión la hipérbole (en el caluroso verano, “el que podía despegar los zapatos del asfalto se había largado a otros parajes”, p. 25) y es un maestro de la paradoja, con hallazgos ejemplares como el siguiente: “el deterioro del edificio daba testimonio de su reciente construcción” (p. 240). Recursos, en fin, que consiguen que el lector amante de las palabras y su infinita virtualidad lamente que la novela acabe, porque el estilo mendociano mantiene elevado su entusiasmo hasta la última página y lo reconcilia con la novela contemporánea. Agitadoras.


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