sábado, 20 de octubre de 2012

Una novela sobre el conocimiento y la libertad del hombre

[Carlos Gámez, Artefactos, IX Premio Cafè Món, Palma de Mallorca: Sloper, 2012.]

Me interesa toda obra de arte que encierre un discurso, una propuesta: no necesariamente un posicionamiento moral, y menos alguno en concreto, pero sí un planteamiento de cuestiones que tengan que ver con el hombre. La literatura como mero juego, como diversión asociada a una realidad que se sobrevuela sin juzgar, la literatura en la que todo aparece como válido, no me interesa. Por eso me interesa tanto Artefactos, un libro que, pese a beber de los libros de su tiempo y reproducir algunos de sus rasgos, supera el pensamiento débil que caracteriza la literatura posmoderna.

Presentada como novela de ciencia-ficción, la opera prima de Carlos Gámez (físico, diplomado superior en Historia de las Ciencias y estudioso de la relación entre ciencias y literatura) utiliza el ámbito del conocimiento científico para explorar la realidad: la ciencia como recurso, no como tema. No estamos hablando de un subgénero, sino de un nuevo realismo puesto al día a través de la ciencia. Entre los elementos que configuran la trama hallamos las conexiones entre la lingüística y las neurociencias, la física cuántica y en particular la computación cuántica (que explica percepciones paranormales), el tráfico de neurocircuitos integrados...

Uno de los personajes de Artefactos asegura que “no hay flujo de conciencia” (p. 14), una idea posmoderna que sugiere la incapacidad de aprehender la realidad más allá de la mera percepción, aunque veremos que la novela cuestiona esa idea. Otros rasgos posmodernos claros son las alusiones alternas a la cultura pop y a la cultura canónica; la presencia de las marcas comerciales; el cosmopolitismo dominante y la globalización que se resuelve en escenarios múltiples (vía inmigración, turismo, viajes, becas de estudios, comunicación digital); y, sobre todo, la omnipresencia de la tecnología, especialmente en materia de comunicación.

Hay siempre uno o varios artefactos que determinan explícitamente cada relato, frecuentemente en relación absorbente con los personajes: la televisión, las videoconsolas, el ADSL, el control de rayos X del aeropuerto, el neurochip, el ingenioso casco iTraveler... En determinado momento se nos dice lo siguiente:

La imagen de la máquina en toda su amplitud me sobrepasa. Entiendo las relaciones invisibles que nos gobiernan. Asumo que volvemos a estar en manos de la Providencia, que es cuántica. Descubro la verdad, si eso es posible (p. 78).

El hecho tecnológico se refleja en la escritura y en la estructura del texto, al que a veces accedemos en formato blog, como correo electrónico, simulando el hipertexto, mediante enlaces externos o, incluso, a través de la reproducción de determinadas interfaces.

Sin embargo, asoma en este libro la superación de la mencionada aproximación posmoderna al mundo. En él se habla de pensiones, de racismo contra los europeos de tercera generación, de la industria farmacéutica, del rencor de clase y del rencor de raza, de la explotación laboral, del consumismo. Todo eso es el futuro en Artefactos, y late en el discurso de Gámez una conciencia crítica y preocupada por ese futuro desolado. En particular, hay una preocupación geopolítica en la previsión de una Unión Europea refundada, seguramente no en un sentido más democrático ni más justo.

El multiculturalismo que se respira y las menciones a la cultura pop no implican aquí pensamiento débil; encuentro en este libro preocupaciones existenciales y metafísicas, y las explicaciones sugeridas ponen en valor la ciencia y el mundo académico como acceso privilegiado a la solución de los problemas. En resumidas cuentas, Artefactos es una novela sobre la relación entre la percepción, el conocimiento y el uso de mecanismos de evasión como las drogas y las nuevas tecnologías, con pasajes reveladores a este respecto. Y, por consiguiente, una novela que juega con pericia con la epistemología.

El autoanálisis está presente en todo el libro, pero sobre todo en el magnífico “Cuento cuántico”, en el que el componente psicológico es muy potente; llevado a veces a extremos cómicos, como en la escena del burdel, o grotescos, como cuando convierte la mera cumplimentación de un formulario online en todo un análisis de personalidad, el relato se centra explícitamente en el problema de la percepción, aclarando a cada momento que todo lo que el sujeto opina de la realidad se basa en “impresiones” (pp. 47 y ss.).

El paso del tiempo es en sí mismo un elemento existencial: el vértigo se manifiesta en unos topónimos que -de manera inverosímil- cambian a más velocidad incluso que las generaciones que se suceden (“la ciudad que en el futuro no será conocida/ pronto no será conocida/ ya no es conocida/ anteriormente conocida como Barcelona/ Berlín/ Manchester, etc.”) y sugiere en el lector que los personajes son muñecos en manos de las circunstancias, sin anclaje existencial. Artefactos sugiere y en ocasiones declara el desarraigo. Mientras otros topónimos evolucionan, Suiza sigue siendo Suiza: como si el poder del dinero no sufriese los efectos del tiempo.

Gámez identifica las drogas y la tecnología como mecanismos de evasión fuertemente determinantes de la percepción de la realidad, pero va más allá del hedonismo posmoderno. No se limita a describir el consumismo, sino que acecha su componente de sufrimiento, su aspecto de búsqueda de sustitutos para la imaginación. Hay una crítica a la deshumanización en todo ese proceso de sustitución artificial; el autor se abstiene de moralizar, pero tampoco permanece al margen: abre cuestiones existenciales, lo que en sí mismo ya constituye una justificación plausible para cualquier obra. Incluye Artefactos una referencia de pasada al Mefisto de Klaus Mann (pp. 79 y ss.), con lo que ello supone de valoración de la voluntad humana por encima del determinismo de los pactos con el diablo (con la tecnología, en este caso).

La narración es solo aparentemente fragmentaria. Los relatos que la componen se interrelacionan, pertenecen a ámbitos diversos que, no obstante, representan un mismo mundo global con problemas y soluciones semejantes. De una enorme eficacia en el empleo de un lenguaje exento de adornos, Gámez recurre también con inteligencia a la metanarración. En determinado momento y sirviéndose de la ficción tecnológica, el narrador se autoexpone, pero no solo para cuestionar con Pirandello o Unamuno el estatus del hombre (bien de demiurgo, bien de pelele en manos de quién sabe qué), sino de manera perfectamente integrada con la interpretación que hace de una realidad altamente tecnologizada y del problema de la mediatización de la percepción por esa tecnología. Es revelador el siguiente párrafo, en boca de uno de los personajes:

Soy el narrador. No hay nadie más poderoso que un narrador. Puede simular no saber nada aunque lo conoce todo de la historia que está armando. Tiene la capacidad de hacerse invisible mientras maneja los hilos de la trama. Resulta más propio de la ciencia ficción que del realismo, el narrador (p. 90).

Para corroborar el posicionamiento no posmoderno del autor en clave metanarrativa, la narradora del último relato confiesa la limitación de su control cibernético de la situación, en abierta contradicción con el párrafo anterior, toda vez que

Manel ha irrumpido en el relato de forma vital y expansiva, lo que me obliga a enfrentarme a lo contradictorio, incongruente y voluble que pervive en los seres humanos. Algo que cuesta mucho expresar pese a la tecnología que nos envuelve (p. 123).

El narrador-dios que todo lo puede a través de la tecnología conoce aquí dónde están los límites de su poder: en la libertad imprevisible del ser humano. Agitadoras. Omnia.

jueves, 4 de octubre de 2012

Rehabilitar fantasmas

[Sinesio Domínguez Suria, Elena vuelve a estar de luto, El Sauzal (Tenerife) y Madrid: La Página Ediciones, 2012.]

Resultaría imposible escribir una historia de la literatura canaria de los siglos XX y XXI sin atender la figura de Sinesio Domínguez Suria (Santa Cruz de Tenerife, 1944), escritor, editor y destacado animador de la vida cultural grancanaria y tinerfeña desde 1966 hasta la fecha. Su papel como colaborador y editor en revistas tan importantes como La Página o Fetasa y su trayectoria como autor de al menos siete volúmenes de narrativa, reconocida con varios premios, le hacen acreedor a ese lugar de honor.

Tras cinco novelas (La tregua, 1966; Crónica de una angustia, 1981; Los juegos del tiempo, 1992; Los sueños imposibles, 1999; y Los caminos de Creta, 2006), Domínguez Suria parece discurrir con especial gusto por el camino que otros narradores suelen recorrer en sentido inverso, el que lleva de la novela a la narrativa breve. A La arboleda de adelfas (2007), que recogía los frutos de una tarea cuentística desarrollada ya desde hacía años, sigue hoy Elena vuelve a estar de luto (2012), una colección de textos que van desde el relato de pocas páginas a la novela breve.

Domínguez Suria, narrador de estirpe psicologista, recoge en este volumen relatos de diversa extensión e intención, mediante un lenguaje depurado y libre de descuidos como los que antaño señalamos en su prosa. En “Brújula de buganvillas” somete al lector a la tensión de una amenaza desconocida en un ambiente que solo los protagonistas dominan. En “Piedramadera” acude al tono fabulesco y en “El desagravio” a la ironía sobre la realidad más cotidiana, sobre la burocracia y la mezquindad de nuestros políticos de medio pelo y de quienes juegan su juego. “Mano de santo” es un juego humorístico en el que el misterio juega a favor de conclusiones vagamente freudianas. “Hambre” es, de nuevo, un juego en el que a Domínguez Suria se le ven el oficio, la necesidad y el gozo de narrar. La miseria y el drama asoman en “A modo de una pérdida bucólica”, de título francamente sarcástico, y en “Una flor de azahar” el autor se recrea, como es frecuente en sus relatos, en el recuerdo infantil.

“Los ojos verdes”, subtitulado “Relato con sabor a viejo”, recrea un mundo romántico y aristocrático que es pero no es la España del siglo XIX, ya que Domínguez Suria suele huir de los contextos definidos y prefiere sugerir ambientes para sus argumentos. En este relato se dan el amor no correspondido, el despecho, el arrojo del soldado, las estrictas normas de la alta sociedad... Y la sugerencia crítica asoma en el hecho de que el cuento presenta dos posibles finales; grosso modo, uno romántico y otro realista. El lector puede elegir el que más le cuadre de ambos y ambos se ajustan al relato, pero su cotejo pone en evidencia con suave ironía lo forzado de los finales románticos -también en la vida.

Domínguez Suria es un experto recreador (o tal vez inventor) de la memoria y, así, en “Eulalia y María” el relato parece mero pretexto o vehículo para retrotraerse a anécdotas significativas, muy humanas, en las que detenerse un rato a sonreír. “Esdrújulos” es una ensoñación histórico-literaria muy del gusto del autor, que de alguna forma recuerda a Los caminos de Creta. La novela corta que da título al volumen, estructurada en cuatro capítulos, pone en juego con gran acierto las voces de diversos personajes (un mayordomo, un marido muerto a través de una carta, una empleada y el propio narrador) para completar el cuadro de una saga familiar y del enigma que oculta su última representante y que varios índices venían anunciando eficazmente a lo largo del relato. Por último, “El retorno” es -una vez más- un ejercicio de nostalgia y una reflexión sobre la misma que concluye con una frase con la que el autor parece querer explicar el libro entero y que, tal vez, es un acto de confesión o reconocimiento: “Tus viejos fantasmas siguen tan desgastados como lo estaba la casa. Alguna vez tendrás que rehabilitarlos o, por el contrario, tirarlos a la basura.” Sin duda, la mejor manera de rehabilitarlos es un libro como Elena vuelve a estar de luto.

martes, 18 de septiembre de 2012

Placeres del lenguaje

[Eduardo Mendoza, El enredo de la bolsa y la vida, Barcelona: Seix Barral, 2012.]

Dedicarle elogios a Eduardo Mendoza a estas alturas no parece muy arriesgado. Tampoco me lo parece, ciertamente, afirmar que El enredo de la bolsa y la vida, en comparación con las otras novelas protagonizadas por su ya consagrado detective sin nombre, deja un tanto que desear: su argumento, que en autor que reclamase menos exigencia resultaría suficientemente cautivador e hilarante, en Mendoza decepciona un poco. Es lo que tiene haber escrito tan grandes novelas. El mismo Mendoza revela sus limitaciones a modo de exorcismo en una entrevista reciente en El País, en la que afirma: "Pasé verdadero terror con El enredo de la bolsa y la vida. Tenía miedo de que saliera mal, de que le vieran las costuras y si esto sucedía con esta lo mismo les pasaría a las otras."

Y, efectivamente, costuras se ven. Sin embargo, en esta nota -que no quiere ser reseña integral- quiero dejar constancia de por qué esta novela, como cualquier libro de Mendoza, resulta una lectura extremadamente placentera. Al menos, para mí lo es, sin excepción y con independencia de la eficacia de su argumento, y creo que así sucederá con todas aquellas personas que esperan encontrar en la lectura, además de un argumento mejor o peor trabado, un estilo que transmita compromiso con el lenguaje y amor por la palabra. Es el caso de Mendoza incluso cuando se pone gamberro, o sobre todo cuando lo hace.

El Mendoza más comercial se yergue como un gigante frente a las prosas sin personalidad, cursis, chabacanas, planas, ñoñas, muy amenas, irrespetuosas, mecanizadas, radicalmente desprovistas de inteligencia o indiferentes en su actitud hacia el lenguaje que dominan la escena literaria. En esto quizá solo sea un reflejo romántico acudir al “cualquier tiempo pasado fue mejor” manriqueño; me temo que siempre sucedió eso de que unos pocos colosos del lenguaje descollaran en un océano de mediocridad. Y entre nuestros colosos está el novelista catalán.

Por señalar algo negativo en el plano del lenguaje, he encontrado un error de concordancia en la novela: el sujeto compuesto por “El entusiasmo [...], la abnegada decisión [...], la aparición [...] y el anuncio [...]” se hace concordar con “se trocó” (p. 169). También abusa Mendoza de esas comas espúreas que a veces nos sugiere una pausa prosódica entre un sujeto largo o complejo y su verbo (como en ese mismo ejemplo, entre varios otros).

Dicho esto, paso a lo importante: adoro la sátira. No es fácil encontrar escritores de pluma lo suficientemente afilada como para despellejar a cualquiera y que, sin embargo, se limiten a ironizar en voz baja, para que solo los más atentos comulguen. El autor hace víctima de su fina sátira a todos sus personajes y con frecuencia a los sectores sociales que representan, empezando por el mismo protagonista y hasta por el mismo autor.

En el terreno de lo absurdo y lo grotesco, en una tradición que parece beber del surrealismo y de Jardiel Poncela pero también en línea con la picaresca, el propio narrador (un pícaro que se desenvuelve entre el sablazo, el hampa y la economía sumergida) se expone a la burla del lector en numerosas ocasiones, como cuando tras escuchar un latinajo (“Homo homini lupus”) confiesa sin ambages: “Pensé que me estaba dando la absolución” (p. 10).

En determinado punto, un personaje desgrana los éxitos del protagonista/narrador, mencionando los casos que dieron cuerpo a las anteriores novelas de la serie: “algunos casos extraordinarios, como el de la cripta embrujada o el laberinto de las aceitunas”, para rematar con una confusión en que el autor se mofa de su propia fama: “Y me emocioné al oír cómo había resuelto el asesinato en el comité central”, en alusión a una novela negra de otro célebre barcelonés, Manuel Vázquez Montalbán, a lo que el protagonista contesta sin mayor aprecio, como si de una broma privada se tratara: “Sí, ahí me lucí” (p. 27).

Mendoza se ríe del actual auge de las filosofías orientales, o al menos de cómo a menudo charlatanes sin escrúpulos viven de engañar al prójimo invocando esas filosofías; así, el personaje conocido como Swami. No deja títere con cabeza el autor ni se para frente a los más sagrados iconos culturales: en determinado momento, enumera los disfraces de “Batman, Ferran Adrià, Magneto y otros ídolos” (p. 213)

Si todos los personajes son risibles, destacan entre ellos los Siau, una familia china de comerciantes que Mendoza cincela a través de los tópicos corrientes sobre los chinos y de un lenguaje característico y caricaturizado, que prescinde de artículos, abusa del adjetivo “honorable” y confunde los términos desde su misma presentación en el rótulo de su bazar: “Objetos prensiles (para llevar)” (p. 34).

El abuelo Siau canta “¡Baixant de font de Gat! -sin artículos- y lo explica: “Esta semana he de practicar canciones populares para inmersión lingüística” (p. 145), en alusión a un fenómeno político que nada tiene que ver con la realidad retratada en El enredo (ni con ninguna realidad razonable). La Barcelona de Mendoza, hampona y cosmopolita, en efecto, permanece ajena a la ramplonería de la cultura oficial que excluye del reconocimiento público a sus mejores escritores por el delito de escribir, como Mendoza, en una lengua tan barcelonesa como es el español. La sandez de la corrección política, puesta en boca de un abuelo chino, brilla en toda su procacidad.

En el mismo terreno, la adolescente Quesito cita un suicidio para que Mendoza nos deleite con una de esas paradojas conceptistas que salpican su prosa: “Una vez, en el colegio, un profe se inmoló a lo bonzo para protestar por el modelo educativo. El director aprovechó para explicarnos la guerra de Vietnam contra Cataluña” (p. 178), en satírica denuncia de una enseñanza que propaga la sistemática tergiversación de la historia por el establishment nacionalista y el empobrecimiento general del espíritu crítico. Mendoza, que conoció los tiempos gloriosos de la cultura barcelonesa, se duele y satiriza su adocenamiento actual. No es extraño que el narrador ponga en boca del mismísimo alcalde de la Ciudad Condal el siguiente circunstancial: “cuando Barcelona era una ciudad de verdad, y no la ridiculez que es ahora...” (p. 224).

Pero, sobre todo, admiro la naturalidad de quien domina los registros del lenguaje con veteranía y, una página sí y otra también, homenajea a los clásicos a la chita callando. Mendoza es el Siglo de Oro puesto al día. Es el conceptismo y es la picaresca, y quiere que se note. Por eso utiliza en el arranque de su novela tiempos verbales arcaizantes (“Llamaron. Abrí. Nunca lo hiciera”) o reflexivos enclíticos que propulsan la lectura a un ritmo ya acelerado desde el inicio (“fuese el cartero”, “pasmome hallar en su interior...”), aun reconociendo en las mismas acotaciones del narrador lo forzado del estilo (“abriose el sobre (con mi ayuda)”; p. 7). Mendoza utiliza con frecuencia esa confusión de registros a efectos satíticos: también cuando escribe, por ejemplo: “Y así, sumido en esta intricada disyuntiva existencial, me quedé roque” (p. 206).

El catalán confiesa su minuciosa conciencia del lenguaje a través de sus personajes, que a menudo llaman la atención sobre su discurso. El narrador sin nombre afirma, por ejemplo, que sus compañeros “tardaron un rato en comprender el significado, el alcance y quizá también la sintaxis de [su] anuncio” (p. 162), y Rómulo el Guapo se excusa por no emplear un lenguaje claro y ordenado: “Perdonad si a veces peco de imprecisión o cometo anfibologías: soy un hombre de acción, no de oratoria” (p. 253). Queda así indirectamente confeso el prurito de precisión lingüística que arrebata a Mendoza y que a nosotros nos procura tanto disfrute.

Utiliza con rigor conceptista recursos como la dilogía: un personaje que ha bebido mucho, dice el inspirado narrador, “no paraba de hacer lo que modestamente calificó de menores” (p. 208). A veces lanza máximas perfectamente cervantinas: “que no suele guardar miramientos quien consigo mismo vive” (p. 206). Emplea con profusión la hipérbole (en el caluroso verano, “el que podía despegar los zapatos del asfalto se había largado a otros parajes”, p. 25) y es un maestro de la paradoja, con hallazgos ejemplares como el siguiente: “el deterioro del edificio daba testimonio de su reciente construcción” (p. 240). Recursos, en fin, que consiguen que el lector amante de las palabras y su infinita virtualidad lamente que la novela acabe, porque el estilo mendociano mantiene elevado su entusiasmo hasta la última página y lo reconcilia con la novela contemporánea. Agitadoras.


miércoles, 15 de agosto de 2012

Qué no entiendo yo por “manual”

[José Ángel Mañas, La literatura explicada a los asnos. Manual urgente para jóvenes y no tan jóvenes, Barcelona: Ariel, 2012.]

En 1994 leí Historias del Kronen, una novela que genera poderosos anticuerpos en sus víctimas. Esto hizo que no volviera a tener curiosidad por ninguna de las sucesivas novelas que de entonces acá ha publicado José Ángel Mañas (Madrid, 1971). El paso del tiempo, que casi todo lo ablanda, sumado a cierto síndrome aeroportuario que me induce a comprar lecturas ligeras cuando viajo, consiguió que cuando topé en un anaquel con el último libro de Mañas, La literatura explicada a los asnos. Manual urgente para jóvenes y no tan jóvenes, me parase a hojearlo. Su título me pedía que no lo comprara: no porque yo me considere mejor que un asno -nadie debería menospreciar este paciente animal-, sino por el enfoque desfachatadamente comercial que me auguraba pocas aventuras. Acabé comprando el libro, creo, empujado por una genuina esperanza de comprobar que en aquel maltratador del idioma hubiesen madurado mejores frutos con el paso de los años.

Dejo claro desde el primer momento que estoy de acuerdo con ciertas afirmaciones que el autor dedica a la crítica literaria en las páginas que titula “Sobre el reseñismo”. Efectivamente, no hay crítica más provechosa que la que se hace de un libro que ha gustado y del que se pueden cantar elogios. Es mucho más útil recomendar un libro bueno que denostar uno malo. La mala baba de algunos críticos puede ser fruto de la frustración del que no es capaz de crear nada propio y se encona contra los que, con mayor o menor fortuna, sí lo son... Aunque, por otro lado, esta figura del crítico viperino siempre me ha parecido un tanto folletinesca, una especie de recurso fácil para receptores de malas críticas, un pataleo. Porque un crítico, al fin y al cabo, no tiene que demostrar que sabe escribir novelas: ha de saber criticarlas con imparcialidad.

En cualquier caso, junto con la juventud había yo dejado atrás las reseñas negativas y en los últimos años me había dedicaco a la tarea mucho más gratificante de intentar escribir con originalidad y rigor de los libros, de las obras de arte y hasta de la música que sí me gustan. Y, no obstante, hoy siento un impulso irrefrenable y aquí estoy, a punto de hacer una crítica negativa del último libro de Mañas. Que Dios me perdone, ya que solo él sabe por qué salí de aquel quiosco con el libro bajo el brazo.

El autor comienza confesando que se trata de un libro de encargo, lo cual explica muchas cosas. No quiero dejar de reconocer antes que nada que el libro posee algunas virtudes: tiene un orden razonable, intenta poner al alcance de cierto público un esquema cronológico y estilístico de la literatura española y algunos (pocos) conceptos, retoma a veces reflexiones acertadas, sobre todo por lo que se refiere a finales del siglo XX y siglo XXI, es decir, a la época vivida por el propio autor. Mañas demuestra ser -una de dos- o un lector atento y reflexivo o un asistente a tertulias asiduo y con gran aprovechamiento. Utiliza un lenguaje nada complejo, apto para lectores no habituados al discurso académico sobre la literatura, como parece sugerir el título del libro y el mismo enfoque del proyecto. Algunos pasajes son especialmente atinados, como los “apuntes personales” que dedica a Miguel Delibes o algunas de sus reflexiones sobre la relación entre literatura y cine. Y, por mor de esas virtudes señaladas, no podemos decir que la lectura del libro sea una absoluta pérdida de tiempo. Suele decir el poeta zamorano Julio Marinas que no hay un libro de poemas tan malo que no contenga siquiera un solo verso bueno, y tiene razón.

No obstante, durante la lectura siempre me ha acompañado una pregunta: ¿por qué este libro? Está claro el propósito editorial, que en muchos casos se perfeccionará en la mera adquisición del manualito, ya que el acceso a Jorge Manrique y Gracián, pese al buen esfuerzo divulgador de Mañas, no parece para todos los públicos.

Un manual, con el enfoque que sea, se justifica si cubre una necesidad previa. Sin embargo, a los que estudiamos el bachillerato en los manuales de literatura de don Fernando Lázaro Carreter este libro no nos aporta un solo concepto nuevo; y para los desafortunados que han sufrido los estupefacientes efectos de la LOGSE, Mañas es con seguridad portador de novedades conceptuales y anecdóticas pero, pese a que logra hacer amena la lectura, no llega a vulgarizar la materia de la que trata como para que el producto sea un libro apto para todos los públicos. Esto hay que apuntarlo en su haber aunque, sinceramente, creo que hay un sector del público al que este libro no llega y otro sector al que poco puede aportar. En la difusa intersección de esos dos sectores puede encontrar sus destinatarios.

En otro sentido, tampoco puede ser un manual un libro que hace de la autocita y de las peripecias y circunstancias de su propio autor el centro de capítulos enteros. Mañas ajusta cuentas con Montxo Armendáriz por su adaptación al cine de Historias del Kronen (pp. 153 y ss.), rememora sus contactos con Carmen Balcells (pp. 134 y ss.) y con otros personajes, vuelve aquí sobre su opera prima para autocitarse en un párrafo sencillamente execrable (“El mundo audiovisual según un joven de 1992”, p. 162), cita allá su Ciudad rayada como introducción al capítulo sobre la literatura posmoderna (p. 249) y se extiende generosamente sobre el papel de -¡una vez más!- Historias del Kronen en la novela posmoderna española (pp. 262 y ss.). El capítulo (agárrense los machos) empieza así:

Aunque no es fácil hablar de la obra de uno mismo, creo que puede decirse que Historias del Kronen, mi primer libro, editada en 1994, ha sido una de las ficciones más representativas de la época, uno de los buques insignia de la misma y una novela que abrió las puertas editoriales a toda una generación. (p. 262)

La falta de objetividad así demostrada (cuando no la inmodestia) arruina cualquier crédito que pudiéramos conceder a los criterios vertidos en las páginas de este manual urgente.

Si como manual no es efectivo y consideramos que -independientemente del volumen de ventas que alcance y que deseo muy abultado- será un libro de lectura minoritaria, su interés debería ser consecuencia de la aportación de elementos nuevos a la materia tratada: reflexiones que iluminen ángulos inexplorados de ciertas obras, una interpretación distinta de la cuestión de los géneros, el cuestionamiento de los períodos literarios, la definición de categorías originales... Nada de esto sucede en La literatura explicada a los asnos, cuya única lectura posible (y tal vez aquí se halla la respuesta a la pregunta ¿por qué este libro?) es próxima a la que haríamos de un libro autobiográfico o de memorias: en este caso las de un lector, con su sistematización, sus preferencias explícitas y sus reflexiones al respecto; un canon, por tanto, cuyo interés dependerá del crédito que concedamos al lector como tal, que en esta oportunidad -veremos por qué- no resulta ser mucho.

Otra justificación para una obra que apenas aporta ideas originales podría ser la excelencia en la escritura, el estilo, la voluntad literaria y todas esas zarandajas que a veces consiguen que un libro sin sustancia nos haga pasar un buen rato. Tampoco es el caso. Mañas demuestra un dominio tan somero del lenguaje y, en ocasiones, de la materia que trata que la lectura de su libro, lapicero en mano, se convierte en una yincana correctora tanto más ingrata por cuanto no es retribuida. Y aquí -me doy cuenta según escribo- debe estar el quid de mi empeño en reseñar un libro que no me había gustado. Sospecho que se trata de pura indignación.

Me molesta, por ejemplo, la imprecisión y la corrección política que le permiten a Mañas interpretar anacrónicamente la figura de Alfonso X el Sabio como pedagogo de una “joven nación”, porque “era perfectamente consciente de que no puede haber unidad nacional sin unidad lingüística”. Vamos, todo un nacionalista avant la lettre, este don Alfonso. Pero que el medievo no es el fuerte del autor lo demuestra cuando afirma que el Rey Sabio, “como autor de las Cántigas es, junto con López de Ayala, Jorge Manrique y el infante Juan Manuel, uno de las padres fundadores de la lengua castellana” (p. 55). Mañas olvida que las Cantigas fueron compuestas en el gallegoportugués literario de la época, y no en español.

Me molesta también que se quede tan ancho tras afirmar que “resulta curioso, en el caso español, comprobar que, teniendo la conquista de América que relatar, lo que se escribiera sobre ella fuera tan escaso”, y cita las cartas de Colón y Cortés como excepciones, dado que, al parecer, “los españoles eran poco dados a escribir sobre sus gestas” (p. 170). Entiéndaseme: no me molesta la ignorancia en general, pero sí la de alguien que firma algo que se llama “manual”, por muy urgente que se lo adjetive. Mañas decide que los límites del mundo son sus propios límites y se cepilla de un plumazo al padre Las Casas, a Díaz del Castillo, al Inca Garcilaso, a Fernández de Oviedo, a López de Gómara y todo el corpus ingente y variadísimo de las crónicas de Indias.

Un manual de divulgación no consiste, por cierto, en un alarde de exactitud académica, pero sí debería evitar generalidades u obviedades tan prescindibles como que los cuentos de El Conde Lucanor  “son preciosos y admirados aún por su calidad formal” (p. 57); o que “resulta bonito ver” ciertas cualidades del teatro de Jardiel (p. 101); o, ya de lleno en la tarea crítica, que ciertas opiniones “tampoco son como para caerse de culo” (p. 187) El máximo nivel conceptual lo marcan párrafos como el siguiente, referido a la novela de Martín-Santos, Tiempo de silencio:

Hay una sensibilidad naturalista, tanto en la miserabilidad del ambiente como en la influencia determinante del mismo sobre los personajes, y un cierto aire existencial que la convierte en la prolongación de cierta novelística europea de los cuarenta y los cincuenta: los Camus, Simenon, y en España, el Pascual Duarte de Cela. (p. 138)

Es decir, nada que no diga cualquier manual escolar. Pero tampoco parece adecuada la humildad impostada -o tal vez manifestación de inseguridad- que supone rematar una reflexión sobre Bergamín con la siguiente concesión, inverosímil en un objeto llamado “manual”: “Esto, en fin, es una opinión personal mía, en la que puedo estar equivocado” (p. 193).

El pobre dominio de la lengua es sorprendente en alguien que imparte habitualmente conferencias y que ya ha firmado (y a quien le han publicado), entre otros artefactos, una decena de novelas. Que no haga gala de un vocabulario extenso, ni tampoco intenso, podría ser fruto de la intención divulgadora, pero esta no validaría algunos errores de gran calibre impropios de un libro supuestamente revisado en las oficinas de un sello editorial que publica a Savater, a Arteta, a Ayala...

Por ejemplo, en determinado momento el autor quiere cuestionar una idea “que tiene mucha predicación hoy en día”, en lugar de “predicamento”, un error que parece sistemático (p. 110, p. 246).

Introduce en algún lugar Mañas el neologismo “ecologizante” (p. 230), inteligible pero impreciso, pues en todo caso cabría adjetivar a una persona de tendencias ecologistas como “ecologistizante”; pero tal vez esto es hilar demasiado fino.

En el terreno de la morfología, el autor demuestra no advertir el mecanismo que por motivos eufónicos exceptúa el uso de artículos femeninos ante los sustantivos femeninos que comienzan por el fonema /a/ acentuado; Mañas traslada al sustantivo y al resto de sus adyacentes el género masculino del artículo empleado por excepción, y así escribe sobre “un aura único. El de los clásicos inmortales...” (p. 189).

También desconoce Mañas la conjugación de esos traviesos verbos irregulares que se diptongan allá donde el acento se rebela contra las tiranías del infinitivo. ¡Maldita lingüística románica...! Así, escribe que Andrés Trapiello “descolla” (por “descuella”, p. 172) entre sus coetáneos; y que el humorismo “emparenta” (por “emparienta”, p. 259) a Eduardo Mendoza con Cervantes y Galdós.

Recojo a vuela pluma algunos de los casos en que Mañas incurre en pleonasmo reprobable. Por ejemplo, pudiendo haber escrito del Quijote, aun constituyendo simplificación, que en su mayor parte consiste en un diálogo entre los protagonistas, no se conforma y afirma que se trata de “un dueto dialogado de la pareja de protagonistas” (p. 72): en una frase que consta de cuatro palabras con contenido léxico, tres dicen lo mismo... Más adelante, Mañas se permite desvalorar los aforismos de Quevedo porque, asegura, hay “repetición y paja entre un trigo que habría exigido mayor exigencia selectiva” (p. 188). Poco después, ya hemos citado su manifestación de “una opinión personal mía” (p. 193; pues claro, ¿de quién si no?).

Intenta enumerar Mañas los recursos retóricos habituales en los artículos de opinión de Juan José Millás, ese buen columnista y novelista muy flojo a quien al parecer admira mucho (todo va cuadrando) y, en un párrafo sin desperdicio, pone en evidencia un desconocimiento sideral de la retórica, del léxico y del estilo:

También podríamos tildar de ramoniana la riqueza intelectual de sus operaciones imaginativas: la personificación de seres inanimados, la prosopopeya, el tomar las expresiones figuradas literalmente, etcétera. (p. 217)

Para empezar, se concede rebajar a Gómez de la Serna: “tildar” no es sinónimo de “calificar”, porque significa “señalar a alguien con una nota denigrativa”. Luego, yo tenía entendido que las “operaciones imaginativas” eran cosas del doctor House, mientras que los escritores empleaban figuras y tropos o, en todo caso, recursos. Después enumera como figuras distintas la personificación y la prosopopeya, que son dos nombres de lo mismo, e incurre en nefasto circunloquio por ignorar aparentemente que “el tomar las expresiones figuradas literalmente” se llama “dilogía”. ¿Pero esto no era un manual de literatura?

Un solecismo que no cabe atribuir en exclusiva a este autor, pues está arraigando muy hondo ya en el idioma y lo escuchamos y leemos todos los días, es la expresión “como no podía ser de otra manera” (p. 227), un equivalente bárbaro de “como solamente podía ser” con el que se corrobora lo dicho inmediatamente antes o después atribuyéndole la condición de única solución o efecto posible. La expresión ya viene introducida por una partícula que expresa modo, por mucho que ese contenido se esté perdiendo en la percepción de hablantes que muchas veces nos enojan con expresiones similares: “como así se lo dije”, “como no podía ser de otra manera”, “como así queda demostrado”... La expresión correcta en nuestro caso habría sido, entre guiones, “no podía ser de otra manera”; o, conservando la estructura subordinada entre comas, “como solamente podía ser” o “como tenía que ser”; o, sustituyendo la circunstancia de modo por un valor causal que permitiese el atributo “de otra manera”, “pues/porque/ya que no podía ser de otra manera”.

Mañas no terminará su libro sin darnos algún disgusto más. En su muy superficial discurso sobre la cultura pop de los 80 y 90 (¿se puede hablar de manera no superficial sobre el pop?), y en medio de afirmaciones inanes sobre esa banda de rock insulsa y sobrevalorada que fue Nirvana, utiliza dos veces y en líneas muy próximas el barbarismo “a nivel nacional” (por “en el ámbito nacional”, p. 260).

En fin: llegados a este punto, el sufrido lector ya habrá averiguado por qué terminé La literatura explicada a los asnos y por qué he dedicado unas horas a la redacción de esta reseña que, aunque juro ha querido ser piadosa y para nada exhaustiva, estoy seguro de que acabará trayéndome más disgustos que alegrías. Pero hay ocasiones en que el estómago no pide alegrías, sino justicia; y, en justicia, nadie que cometa los fallos elementales reseñados tiene derecho a titular un libro suyo manual de literatura. Aunque lo destine a los asnos. Cuadernos del Matemático.

jueves, 26 de julio de 2012

La mujer se pinta signos de humanidad

[M" Ángeles Pérez López, Atavío y Puñal, Tarazona: Olifante, 2012]

Desde la publicación de su cuarto libro, La ausente (2004), y a excepción de dos antologías y su poesía completa, los lectores de Mª Ángeles Pérez López (Valladolid, 1967) andábamos huérfanos de nuevos versos.[1] Hoy recibimos su reciente, esperada entrega como, ante todo, una obra de su tiempo. Lo que no quiere decir un libro moderno ni un libro pasajero sino, muy al contrario, un libro esencial para entender mejor la época triste que vivimos y para conocerla desde el punto de vista de una voz poética íntegra e integral, con vocación de testimonio pero también de lucha.[2]

A lo largo de veintidós poemas, algunos de los cuales ya habían visto la luz en avance,[3] Atavío y puñal versa sobre mujeres que sufren y se pintan. Pérez López ha escogido el dolor como hilo conductor y razón de ser de su discurso. La compasión de la voz poética mueve el poemario por derroteros fundamentalmente solidarios, aunque también existenciales, lo cual solo en apariencia es contradictorio.

Así, en sus páginas compadecemos con la voz poética la destrucción de la Naturaleza, la ausencia del ser querido, la enfermedad, la violencia, la opresión, la memoria, la mutilación... La voluntad de superar el sufrimiento y la injusticia se manifiesta siempre por medio de un color, y la acción de pintar, identificada en ocasiones con la huella o la escritura, es el vehículo de esa voluntad. El color es a veces bálsamo y a veces arma defensiva. Ha señalado Eduardo Moga el fuerte anclaje del lenguaje poético de Pérez López y de su mundo interior en la necesaria materialidad y también su “ardua conciencia del dolor”.[4]

Más allá de la anécdota, que apenas sirve de esqueleto a la reflexión densa, el color verde es apero contra la destrucción natural (1); el tinte del pelo quiere ahuyentar la pena (2); el yodo alivia la lucha contra la enfermedad (4); el “río de odio” de la injusticia y la violencia universales se enjuga en un “unte oscurecido” de luto, tristeza y lágrimas (6);[5] el color del marfil es el de la perseverante memoria de los muertos (7);[6] la pintura, en fin, es la necesidad de superar la mutilación (8) o las dentelladas de la muerte (9).

Hacia la mitad del poemario, la balanza empieza a inclinarse gradualmente hacia esa superación del sufrimiento: la mujer y sus colores brillantes inventan “el júbilo y el sol” (11); el esmalte de uñas mantiene la insolencia del amor (12); el blanco de la nieve y la sal asocia el dolor y el esfuerzo con la felicidad, el amor materno y la propagación de la especie (13); la obsesión por la ausencia del amado se reconoce como una forma de amor (14); la soledad de la mujer deriva en hopperiana creación (15); el color deviene arma defensiva (16); y el verde vuelve a ser conciencia ecológica (17).

Llegando al final del poemario, incluso la tragedia teñida de “noche oscura” y “negro sobre negro” narra el suicidio como acto de la voluntad (en brillante, polisémico resumen: “sus trece”), donde el color no es consuelo pero sí designa la libertad del ser humano hasta sus últimas consecuencias (20).

Los dos últimos poemas del libro hacen culminar en la percepción del lector la celebración franca de una humanidad esperanzada, dueña de sí misma en su condición colectiva y solidaria, que se quiere abanderar en la mujer. El signo, que hasta ahora era mero color, pintura, tinte, yodo o hasta tatuaje y grafiti, alcanza la redondez en la palabra: pasamos del símbolo al concepto, de la intuición al lenguaje, en un proceso claro de racionalización del mundo. La mujer-poeta “masca” las palabras, que son como un “tsunami” imparable pero lleno de impurezas, una fuerza de su misma naturaleza que ha de someter a cauces. Cuando lo hace, de la palabra depurada “brota entera y desnuda la mujer/ como Venus ajada y resurgida” (21). Somos verbo, al fin y al cabo, y en ese verbo que forjamos y que nos forja encontramos la madurez plena, el bálsamo y la alegría para vivir y luchar. Somos discurso poético y discurso ético, de forma inseparable.

La poeta, la mujer, el ser humano que protagoniza Atavío y puñal entiende que la única trascendencia posible estriba en la pertenencia a una comunidad de humanos dotada de leyes inteligibles y justas a las que asirse. El acto de pintarse remite a lo convencionalmente femenino, sí, pero también significa una intervención directa sobre la realidad: la transformación del mundo simbolizada en la acción de la mujer sobre su propio cuerpo, en la construcción de esas leyes a través de un discurso revolucionario hecho a la propia medida del ser humano.

Es la mujer compendio de sufrimientos y, en esa medida, epítome de la humanidad. Que la autora de Atavío y puñal sea una mujer no es irrelevante, pero las protagonistas de este catálogo dramático y a la vez esperanzado no son mujeres solo por eso, sino porque en su sexo podemos reconocer el ser humano más integral: el que reúne todas las condiciones en una y las sobrelleva de forma natural, porque así está preestablecido en una época en que se le pide que salga a cazar pero aún se le reclama que mantenga vivo el fuego material y espiritual del hogar. La mujer, en su fragilidad de pájaro doméstico, “pinta en su cuerpo la memoria” y es un “atlante que sujeta/ las horas y los días”; “mueve el mundo y lo trastorna” (18). Una mujer saharaui, arquetipo por razones históricas y políticas, se presenta en 19 como quintaesencia de esa mujer que sostiene la sociedad con su labor callada y en su papel de transmisora de los valores y del valor: “La mujer inventa el mundo y es azul./ Parece cotidiano en su simpleza,/ su límpida canción de los objetos/ en la materia sola y reservada”. De esta forma están presentes en el libro imágenes de lo doméstico en referencia a obras anteriores de la autora.[7]

Es, por muchos conceptos, un poemario reivindicativo, más explícitamente cargado de ideología que otros libros suyos:[8] de ecologismo, de un humanismo de acento social, sobre todo del feminismo que a todos nos atañe, el que afirma sin negar, el que no aspira a igualar con etiquetas, sino a superar con los hechos. La condición integralmente humana de la mujer no se plantea como conflicto entre sexos, sino como propuesta vital. No lucha esta mujer contra el hombre, sino que se afirma como defensora de la especie, como transmisora de valores como la justicia o la solidaridad, como modelo de superación de todos los dolores de los hombres y de transformación de la sociedad a fuerza de la pura voluntad, manifestada en el acto de pintar.

Y de pintar a escribir hay un solo paso, que la voz poética emprende en esos dos últimos poemas del libro. En ellos, la mujer es poeta, el dolor deja de dominar la escena y el libro se remata en celebración del lenguaje, de la poesía, del “festejo” de las palabras invencibles y, en definitiva, con esperanza.

En Atavío y puñal, por tanto, asistimos a la negación de la mujer como apéndice del hombre (el carácter oferente del maquillaje, la pintura al servicio del otro sexo) y su superación en el ámbito de la afirmación personal y la implicación social: los signos como acción, como voluntad de cambio, como revolución pacífica pero imparable; la mujer como motor de lo privado y de lo público; la escritura como atavío, claro, pero también como puñal. En ese sentido (aunque solo sea en ese), estamos ante un libro próximo al Celaya que hablaba de “poesía-herramienta” y de “arma cargada de futuro”, que afirmaba que “nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno”, que “son gritos en el cielo, y en la tierra son actos”.[9] En efecto, la autora hablaba en 1998 de su creencia en “un compromiso ético” del poeta, “un compromiso radical, de resistencia a entrar en el juego de la pérdida de valores humanos”.[10]

En el carnoso terreno de las palabras, la poesía de Pérez López se caracteriza por la profusión de tropos y violentas sinestesias. Luis Enrique Belmonte ha señalado también con acierto, en el contexto de esa corporalidad tan característica de su poesía, “la utilización de términos que aluden a la anatomía o a las funciones fisiológicas del cuerpo”.[11]

A propósito de la perfección arquitectónica de sus poemas, más recia hoy incluso que en sus primeros títulos, Charo Alonso habló -en relación con su segundo libro, pero sus palabras siguen vigentes- de “la cercana cadencia de la conversación, la falsa facilidad de la conversación, la trabajadísima melodía de la prosodia”;[12] y Eduardo Moga, de una “solidez formal que se apoya en un raro dominio de los metros y de la mecánica de la imagen, crujiente, libérrima, exacta, a veces taraceada por un sutil irracionalismo o una levísima dislocación”.[13]

Es normal que, en medio de todo este festejo de la palabra que transforma el mundo, nazcan -ya plenos de entidad como tales- vocablos nuevos en manos de la poeta, que a lo largo del poemario inventa neologismos brillantes y oportunos, un poco a la manera de Gelman pero con procedimientos menos radicales,[14] generalmente en pos de una intensificación muy precisa del lexema de partida mediante una sufijación gramaticalmente natural: como cuando la mujer es “animala” (2) en su vocación salvajemente amorosa; como cuando la empeñada voluntad de olvidar no es olvido, sino “olvidación” (14); como cuando las convicciones son “migazón” –un enorme hallazgo: no solo sustancia o corazón, sino también estructura y sostén (19).

Solo la voluntad puesta en marcha tiene el poder de transformar las cosas, viene a decirnos la autora. Maquillar, tiznar, pintar, untar y, finalmente, escribir son formas de cambiar el mundo que nada tienen que ver con el adorno pasivo, sino con la libertad irrefrenable de los seres conscientes, que independientemente de su sexo actúan dueños de sí, libres para entregarse a los demás. La mujer -que es madre y trabaja, que mantiene vivo el hogar, que tiene ideología y adquiere compromisos, que sufre y se conduele- es protagonista de la evolución de toda una especie hacia la racionalidad, de la misma manera en que lo podría ser un hombre pero no lo es; mujer por pura justicia contingente, mujer a fuerza de realismo. Atavío y puñal es, en este sentido, un poemario atemporal, universal, de intenciones revolucionarias, llamado a ser signo y bandera en un tiempo triste. Y Pérez López, una poeta en plenitud. Agitadoras. Cuadernos del Matemático.



NOTAS

[1] Mª Ángeles Pérez López es autora de los siguientes libros: Tratado sobre la geografía del desastre, México: UAM, 1997; La sola materia, Alicante: Aguaclara, 1998; Carnalidad del frío, Sevilla: Algaida, 2000; y La ausente, Cáceres: Diputación Provincial/El Brocense, 2004. Además ha publicado, entre otras, las plaquettes El ángel de la ira, Zamora: Lucerna, 1999; y Pasión vertical, Barcelona: Cafè Central, 2007; y las antologías Libro del arrebato, Plasencia: Alcancía, 2005; y Materia reservada, selección de Luis Enrique Belmonte, Caracas: Fundación Editorial El Perro y la Rana/Ministerio de la Cultura de Venezuela, 2007. Se ha recogido su obra hasta la fecha en Catorce vidas. Poesía 1995-2009, prólogo de Eduardo Moga, Salamanca: Diputación Provincial, 2010.

[2] Pérez López, Atavío y puñal, Tarazona: Olifante, 2012, 56 pp.

[3] Ya en 2005, en unas palabras publicadas en una de sus antologías, en la que se incluían dos inéditos pertenecientes hoy a Atavío y puñal, Pérez López mencionaba este libro en proyecto, que aún no se titulaba así: “Las arrebatadas mujeres de este libro, por su parte, en el furor y el éxtasis como condiciones violentísimas de quien pelea por la alegría y se rompe en ese esfuerzo, podrían proponer otros posibles títulos, uno de los cuales sería precisamente Contra la ceniza”, en “Algunas notas arrebatadas”, epílogo a Libro del arrebato, cit. El borrador tuvo al menos otro título provisional: Cuerpos de cobalto. Tres poemas del mismo aparecieron también en 2007 en la plaquette Pasión vertical, cit.

[4] Eduardo Moga comenta con gran acierto las claves de la poesía de Pérez López en “Esplendorosa minucia”, prólogo a Catorce vidas, cit.

[5] El eco del “río de odio” veleciano en Atavío y puñal supone un feliz homenaje al poeta de Morón justo cuando se cumplen veinte años de su prematura desaparición. Cf. Julio Vélez, Escrito en la estela de El último ángel caído, Madrid: Libertarias-Prodhufi, 1993, pp. 43 y ss.

[6] Cf. Esteban Peicovich, “El otro amor”, en Poemas plagiados, Buenos Aires: Bajo la Luna, 2008.

[7] Principalmente La sola materia, cit.

[8] A excepción, tal vez, de la plaquette El ángel de la ira, cit.

[9] Cf. Gabriel Celaya, “La poesía es un arma cargada de futuro”, en Cantos íberos, Alicante: Verbo, 1955.

[10] Antonio Marcos, “La literatura tiene que ser arriesgada y comprometida”, entrevista a Mª Ángeles Pérez López, Batuecas, suplemento cultural de Tribuna de Salamanca, núm. 82, 14 de febrero de 1998, p. VII.

[11] Luis Enrique Belmonte, “Mostrar el mundo en su sola materia”, prólogo a Materia reservada, cit.

[12] Charo Alonso, “Mª Ángeles Pérez López: La sola materia”, Batuecas, núm. 82, cit., pp. VI-VII.

[13] Moga, art. cit.

[14] Juan Gelman, según sus propias palabras, se sentía “enchalecado” en algún momento por el lenguaje; vid. Pablo Montanaro y Rubén Salvador Ture, Palabra de Gelman, Buenos Aires: Corregidor, 1998, p. 144.