lunes, 8 de octubre de 2007

La palabra y la carne del náufrago. Eduardo Moga: el poeta del no ser

Durante demasiados años, en España parecía imposible aprovechar la pertinencia de las estrategias que Carlos Bousoño había catalogado en la poesía contemporánea (con objetos de estudio tan ilustres como Machado, Juan Ramón, Lorca o Aleixandre) en el análisis de una poesía de aspiraciones tan mansas como furiosas eran las de algunos de sus practicantes.[1] No obstante, una corriente multiforme, desatendida en los circuitos mayoritarios, ninguneada en los foros oficiales y en las editoriales señeras, pero viva y discretamente vibrante –al calor de la obra de unos pocos resistentes como José Ángel Valente o Antonio Gamoneda–, seguía creyendo en la poesía como revulsivo del lenguaje y de la conciencia y practicándola sin renunciar a los hallazgos de las vanguardias. Éstas, contra lo que nos habían asegurado, no habían muerto. El ejemplo de Eduardo Moga (Barcelona, 1962) demuestra que esa corriente ha seguido tremendamente activa durante la travesía del desierto figurativo que sufrimos y seguimos sufriendo, pese a su actual descrédito. Moga, poeta pero también ensayista, antólogo y crítico literario de fundado prestigio, bebe en las fuentes de los místicos españoles, de los románticos y los simbolistas franceses, de Rimbaud, del surrealismo, de Rilke, de Aleixandre, de Álvarez Ortega: de la tradición irracionalista de la poesía.

Su segundo libro, Ángel mortal (1994), demuestra una madurez de estilo notabilísima en quien cifra en él su arranque como poeta.[2] La amada o, mejor, el sexo entendido como puerta entre el ser y el no ser, es central en el poemario y plantea líneas temáticas que van a alimentar la obra de Moga hasta hoy. Aparece el tiempo de la mortalidad y aparece el cuerpo, perfeccionado en el sexo, como único remedio posible contra esa mortalidad: “Sólo sé que el ser apresa el tiempo en la exactitud del latido”, dice el autor en el poema IV, y afirma que en el orgasmo sólo existe “un pensamiento sensorial […]/, ajeno a las consecuencias de la carne”. El sexo permite al hombre avistar un ser que nace de la comunión: “nos hemos sido […]/, dejándonos caer hasta las profundidades del cuerpo, hemos completado nuestro yo” (V). Pero es que el sexo es, explícitamente, factor de fluidez, de comunicación: así lo manifiestan el símil “no como los bordes de una herida,/ sino como una vulva que conecta dos espacios” (XI) o los versos que siguen: “A la desposesión, al saber que se abandona/ en el recuerdo, aún puedo oponer tu himen salado./ [...] Tu sangre tiene ventanas” (XVI). Frente a la luz del día, que nos devuelve a una realidad entreverada de caos, de contradicción, de ilegibilidad, la noche es un ámbito de confusa libertad, “una marea que reúne/ las superficies perdidas. No niega la luz: la escora, la lleva adentro” (XVIII).

Si en Ángel mortal y en libros posteriores asistimos a la redención por el sexo (el cuerpo es lo único a lo que podemos asirnos en lo hondo de este caos identitario), éste prácticamente desaparece en La luz oída (1996),[3] que se concentra en plantear el conflicto de “nuestra radical/ penumbra” (824-825): la luz de la realidad (“la luz se oye”, se decía en Ángel mortal, VI) sólo sirve para acentuar este rasgo. Se ha dicho que La luz oída es una cosmogonía, pero estrictamente no hay tal.[4] Todo el proceso de generación de un mundo consistente a partir del caos inicial es de carácter visionario; de hecho, en ese caos conviven alusiones a las paleociencias, pero también al presente natural e industrial: se trata de un caos no primordial, que pertenece más al dominio de la conciencia (observemos que el primer verso sitúa el origen de la energía en el interior: “Qué dentro hay un sol”). El poeta se plantea, pues, cuestiones metafísicas y ontológicas y propone el lenguaje como esquema de creación, es decir, de ordenación del mundo (ya en Ángel mortal aparecía la palabra como factor de orden: “La razón está en el verbo. Las palabras son la medida”, XI). Cuando el nacimiento de la vida es inminente, aparece un núcleo “casi poema/ ya” (53-54). Cuando, como en la génesis natural de la tierra, interviene el mar como matriz imprescindible, se nos dice que “el mar es la primera palabra”. El caos inicial se va superando y comprobamos que el paso siguiente es el logos: “Qué/ ley ampara a la vida […]/ que todavía no consuma el verbo/ previsto por los dioses” (186-192), se pregunta el poeta. Por otro lado, “Los embriones […]/ anidan en el verbo” (386-389), y “Cada corazón es un verbo que progresa/ a la sombra de un vértice anterior” (441-442). Todo lo cual, sin embargo, no exime al hombre de un miedo que en La luz oída es “regreso” (264) o “equilibrio” (485) y parece ineludible: todo lo dicho sobre la palabra parece insuficiente. En el poema hay una vena presocrática que hace que todo se desmorone en materia, en átomos, en reticentes alusiones a la unidad, al uno, a lo inmóvil, pero también al río heraclitiano, que “no corre en un solo sentido” (224). En algún momento el proceso creador-visionario se interrumpe y, con la realidad, surge la irónica evidencia de la mortalidad: “el águila/ respeta las palabras que el hombre emplea en su árida/ liturgia, aunque la abatan” (678-680). La unidad surgida del caos gracias al logos “simplifica/ las bandadas a un solo pájaro, los rebaños/ a una sola ecuación, las palabras a un solo/ palimpsesto. Los ríos regresan, humillados,/ a la única fuente donde los hombres nunca/ podrán interrogarlos” (688-693), es “un vasto dogal” (699). La palabra, por tanto, tampoco sirve, porque todo acto de creación lleva en potencia el germen de la destrucción que acaecerá en debido ciclo.

En este contexto de opresiva contradicción, “El latido insiste, contra toda/ lógica; el cirro tiene venas, conocimiento/ que se hace carne” (744-746). De nuevo acude la voz lírica al cuerpo, dada la insuficiencia de la palabra; pero tampoco es bastante y, mientras todo lo que es índice de vida decae o desaparece en alud imparable, la voz apostrofa desesperadamente al ser, lo que inmediatamente la coloca en una posición declarada de desamparo y, para concretar del todo, en el terreno del no ser: “Espera, ser, que no se enfríe el polen” (783). “Todo/ quiere aún existir, todo anhela un lugar/ donde instalar su voz. Espera, ser […]./ No te vayas”, implora (795-803). La conclusión es que “Siempre lo hemos sabido: somos error, error/ que camina y construye pirámides” (811-812). En un “mar de silencio”, “todo se anula/ y dolorosamente recomienza” (822-823) y constatamos nuestra “sola ambición de eludir el crónico/ esqueleto, mas yendo hacia él” (829-830).

Es evidente en La luz oída la influencia de la poesía más metafísica de Álvarez Ortega, y sobre todo de su libro Génesis.[5] En él están las densas negaciones, el significado del ojo, de la mirada, el origen del caos sin palabras, la reflexión sobre el no ser, el llanto de la piedra, el permanente pugilato entre luz y oscuridad, las negras nieves, las luces oscuras. Alguien escribió a propósito del andaluz las siguientes palabras: “Las inquietudes metafísicas […] alcanzan su punto álgido en Génesis (1967): la autodestrucción y desamparo abarcan todo el libro que representa un renacer a la realidad última de la muerte, un madurar rilkiano de nuestro ciclo vital que tiene en el fin su cumbre”.[6] Estas líneas se ajustan como un guante a La luz oída, un libro capital para la comprensión de la evolución posterior de la obra moguiana. De Génesis proviene la expresión de la duda ontológica por medio de un proceso universal y milenario; sin embargo, en Moga el horror vacui impone un discurso mucho más intenso y torrencial, que impacta por acumulación. Los poemas de Álvarez Ortega, mesurados en su extensión y en su dicción casi aforística, aspiran a persuadir con suavidad, mientras que los poemas de Moga inundan la conciencia con la brillantez de sus imágenes. Lo que en uno es concepto ilustrado, en el otro se vuelve profusión gongorina y, tras las lecciones de la modernidad, visionaria.

Una estética nocturna o antimatinal preside, por tanto, los primeros libros de Moga, pues la mañana representa aquello que deja al descubierto la inanidad de nuestras existencias. Sólo la noche y sus sombras permiten el reencuentro con el cuerpo, la inmersión en un “pensamiento sensorial” que permita eludir la realidad palpable del no ser. La plaquette La ordenación del miedo (1997),[7] que consta de cinco poemas, movió a un buen crítico a afirmar que “Moga nos sitúa al borde de un ocaso virtual, de un mundo que camina hacia el cansancio, de algunos territorios donde sólo es posible la sensación de vientos acabados”.[8] Poco después, El barro en la mirada (1998) quiere culminar un ciclo de experimentación con el verso tradicional.[9] Su tono acentúa el matiz existencial de la infinita pregunta en que consiste toda la obra del barcelonés. Más centrado en lo temporal, este libro cuestiona el sentido de la pérdida en nuestras vidas, para concluir que ésta es precisamente su componente más definitivo, una “fatalidad trágica que camina a nuestro lado, porque vivir es un constante ir deshojándonos de todo lo que fuimos”.[10] Reencontramos al ángel mortal: un “Ángel sin causa, desaparecido/ en el incendio de las sombras; ángel/ de sudor, que copula con el barro,/ que, golpeado por el alba, siembra/ invierno en la mirada” (p. 11). Y reencontramos, como declaración inicial, la definición del hombre como ser mortal, como ser más cómodo en lo nocturno que, sin embargo, ha de vérselas con la luz hostil. El tono, la dicción e incluso la disposición circular recuerdan aún a La luz oída. Lo que en éste era un canto único en alejandrinos blancos, en El barro en la mirada son cinco cantos en endecasílabos igualmente blancos, que conservan el aire épico y recurren al debate entre el caos y el orden que el discurso genesíaco aportaba al primero. Se puede decir que El barro en la mirada es una variación formalmente más experta de lo que ya había sido bien desarrollado en el Adonais del 95, enderezada hacia el sentimiento de pérdida (ese “fragor de la ausencia”, p. 19). El sujeto no se reconoce, de su persona no es capaz de apreciar sino el tiempo que la asedia, de la vieja redención por el cuerpo no tiene más que el recuerdo y teme el olvido (p. 50). “El yo”, dice, “es llovizna sin descifrar” (p. 30). Es fundamental en este libro el lamento por el tiempo que se sucede y que va acumulando muerte sobre lo que creímos vida. En las imágenes empiezan a menudear los vocablos relacionados con la enfermedad, con la mutilación, con la decadencia física: la muerte ya no es sólo la certeza de un destino, sino algo cada vez más tangible.

El discurso de El corazón, la nada (1999) sigue la línea de sus anteriores libros, aunque en este momento abandone el verso para escribir casi cien páginas organizadas en versículos.[11] Un vistazo a la solapa del libro anticipa que se trata de “una reflexión sobre el inacabable ciclo de creación y destrucción que rige los sentimientos y las cosas”. Se divide en tres partes, a saber una de carácter amoroso, otra acerca del paso del tiempo y una tercera sobre la identidad propia. El poemario, más allá de su estructura tripartita, es una pormenorizada declaración de la imposibilidad de aferrarse a nada o, dicho de otro modo, la conciencia de que no hay más remedio que aferrarse a la incertidumbre. Ésta es la dura y humanísima condición del hombre, y así lo resume la última línea del libro: “Cuánto ahogo. Cuánto ser”. Permanecen en el vocabulario moguiano la seminal negación (“en mí vibra el no, espermatozoide oscuro”, p. 65), la oposición entre luz y oscuridad, el sexo (ahora como “antigua obscenidad que nos sumergía en pureza”, p. 27, o como “lujuria que como ántrax se desmorona”, p. 65). En este libro, de fraseo muy dinámico y que, liberado del corsé de la métrica, retoma la sintaxis desenvuelta de Ángel mortal, el tú y el yo están incomunicados sistemática e inevitablemente, la vida y la muerte no tienen límites claros, los objetos permanecen desordenados, el amor y la decepción confluyen en la indefinición. El yo hace del contacto físico fundamento de la existencia; el frío y la ausencia hacen, por tanto, que el yo y la misma realidad pierdan sentido; la incomprensibilidad del ser abre paso a la conciencia de la nada como única realidad perceptible. Tomás Sánchez Santiago escribió a propósito de este conflicto: “El poeta, en su afán por descender hasta ese abismo en que consistimos, lejos de cualquier otro argumento accidental, sabe que sufrirá ese despedazamiento de la identidad […] y, por eso, se aferra a los sentidos como única tabla en que salvarse”.[12] Como ya hemos comprobado en libros anteriores, la voz lírica tampoco confía en el lenguaje, que no deja de ser un factor de distorsión que hay que superar en difícil proceso mental similar a la esquizofrenia: “Anochece. Si digo “anochece”, me equivoco” (p. 60).

Los dos libros siguientes de Moga se centran en el tema del amor y la carne (que nunca van separados del autoconocimiento, de la búsqueda de la palabra definitiva, de la duda ontológica). En los catorce poemas que componen Unánime fuego (1999),[13] el hablante lírico reflexiona sobre diversos aspectos del sexo: el deseado, el alcanzado, el satisfactorio, el fallido, el sexo como refugio, el sexo como escritura de uno mismo. El sexo de la amada, aquí, “huele a espíritu”, “es una casa consagrada” (XI). “Refugiado en tu vulva”, afirma el yo, “sé que en el vacío hay sendas” (XIII). En La montaña hendida (2002),[14] en cambio, hay menos de reflexión y más del apasionamiento que, formalmente, nos devuelve en parte a cierto discurso de Ángel mortal cercano a lo místico. En esta entrega, el autor no emplea el sexo como expediente lírico, como refugio frente al no ser, ni siquiera como uno de los temas principales; se trata del tema central y único, y por primera vez Moga emplea un lenguaje directo, descriptivo y sin ambages donde todos los vocablos convienen y todas las modalidades del sexo encuentran su espacio. El autor cita a Ovidio (“Dicere quae puduit, scribere iussit amor”) en el frontispicio que antecede a veinte poemas de disposición gráfica agitada y zigzagueante como el propio contenido. La densidad visionaria es menor que en otros libros y se da una seria renovación en las imágenes utilizadas y en los recursos a que acude la voz lírica para intensificar la transmisión de la duda: cierta inteligente acumulación de interrogación retórica, frente al discurso fundamentalmente asertivo hasta ese momento más frecuente en la obra de Moga.

Como espoleado por la experiencia de La montaña hendida, en que el poema se apega más a la realidad física que a la duda metafísica, Moga se decide a explorar las posibilidades expresivas de lo cotidiano en el magnífico Las horas y los labios (2003).[15] En treinta hermosas composiciones en prosa, el hablante lírico despliega su exhaustiva reflexión a lo largo de todos los momentos y lugares de una jornada de su vida. Desde que se levanta hasta que se acuesta, el sujeto lírico da fe de cada objeto, de cada circunstancia sobre la que recae su pensamiento como parte de un ciclo explícito: el último verso repite el primero, cerrando un círculo opresivo pero también demostrando que “un día es todos los días”.[16] En este contexto, y por medio del aprovechamiento de discursos heterogéneos que encajan naturalmente en el mismo y que se descontextúan y realzan entre sí (flujo de conciencia, conversaciones escuchadas, conversaciones telefónicas, lecturas de diarios, textos legales, fragmentos de poemas, publicidad, etc.), el poeta hace que regresen la interrogación sobre la identidad (“¿Soy yo el que me mira?”, a propósito de un espejo en II), las dudas sobre el propósito de la existencia, el acoso incesante del sexo, la necesidad de la escritura como única playa practicable para el náufrago.[17] Mortalidad, carnalidad y lenguaje son, aquí como siempre, los ejes sobre los que pivota, circular o pendular, su poesía,[18] y que se entrecruzan en paradojas temporales y conceptuales como la que sigue: “He caminado por la muerte. He oído el crepitar de la nada. Soy el que sobrevive a su disgregación: el que se ha ido” (XVIII). O, tras la descripción del acto de enviar una carta y un libro a un amigo, se traducen en nuevas preguntas, esta vez en feliz prosopopeya: “El buzón perdura. El buzón es irónico y obeso. Rechinante de sol, quiere preguntarme a quién me abrazo, en qué consiste la noche, por qué escribo a quien, como yo, ha de deshacerse en el tiempo, pero sólo ve pasar el polvo” (XXI).

En la tradición de los poetas que, desde Adriano hasta Pound, no creen en un alma trascendente y, no obstante, dialogan con lo que quiera que esa alma sea, se inserta Soliloquio para dos (2006), el último de los poemarios escritos por Eduardo Moga y a mi juicio uno de los mejores.[19] En su caso el diálogo es áspero, lleno de recriminaciones, combativo, desesperado. Moga ha defendido en toda ocasión una poesía apasionada; esta vez la pasión viene exigida por una suerte de paroxismo inquisitivo, que ya apuntaba en La montaña hendida con otra finalidad, un extremado bucear en algunas de las preocupaciones existenciales que desde siempre dan grosor a la poesía de este autor: la nada, el cuerpo frente a la nada, la necesidad del lenguaje y sus límites frente a la nada. Es la fiebre del alma lo que “unce al ser” al yo poético: un yo abandonado a la nada sólo adquiere sentido en virtud del espíritu que lo anima, pero este espíritu se reconoce como “fiebre”, es decir, como pasión, enfermedad, provisionalidad extrema. En estos términos se desarrolla todo el libro, que investiga las aparentemente múltiples intersecciones del ser y la nada y deja con eficacia en el alma (valga la expresión) la sensación de que la existencia no consiste en otra cosa que un perpetuo cuestionar la existencia. El alma es interpelada en cuanto proceso físico mensurable: “dime si dictas tú mi sangre/ o es mi sangre la que te articula” (p. 20) y el hablante se pregunta si es “red de aminoácidos”, “alboroto de átomos”, “maleza molecular” o “rizoma eléctrico” (p. 27), mas de forma infructuosa: “[¿o bien obedeces] a la persuasión del mito/ y al ascua de la voluntad?” (p. 28). ¿O bien es el alma –se pregunta el yo– el espíritu creador y fruidor que nos anima (“¿Eres la proposición séptima del Tractatus,/ la escena de los limones en Venganza,/ la seda helada del Kyle of Tongue?/ ¿O lo que deposito en esta blanca/ negrura: una brizna de eternidad,/ una mentira que el ritmo transforma/ en certeza […]?”, p. 43). También apela el yo al alma en la condición de consuelo espiritual en que tradicionalmente se sustenta su gran predicamento: “¿Es ése también, alma, tu nombre?/ ¿El de quien incurre en el silencio/ para que mengüe la desolación?” (p. 31). El discurso es aquí factor (necesario) de conflicto, frente a la mentira piadosa o el silencio (voluntarios) que aminoran la angustia. Soliloquio para dos es la obra madura, experta y sustanciosa de un escritor a cuyas entregas los lectores españoles, hastiados de la obviedad y la escualidez de la poesía al uso, nos asomamos como animales famélicos.[20]

Mucho antes de Soliloquio, y como consecuencia de su actividad como traductor y de su afán por el experimento formal, Moga había cultivado el género del haikú. Su último libro publicado, Los haikús del tren (2007), condensa su pensamiento en la concisión y los estrictos límites del poema japonés, aunque supongan una estación inusual en el brillante y ya extenso recorrido del poeta.[21]

Componente esencial de la poesía de Moga es, como hemos visto, la retórica.[22] Tanto la clásica como la contemporánea encuentran su lugar en un taller donde se conoce bien el valor de estar bien surtido de herramientas potentes. No es necesario ponderar el uso de la lítote, la elipsis, la antítesis o el oxímoron en sus libros; tampoco el de la enumeración caótica, manejada con destreza tal que se puede permitir subvertirla, dirigirla sigilosamente e ironizar, apenas ocultando que las cadenas no son aleatorias, sino conscientes y por algún motivo lógicas (Ángel mortal, XV). La imagen visionaria puebla el discurso moguiano de arriba a abajo. Son frecuentes en él las imágenes encadenadas, de componentes paradójicos y metafóricos y de la osadía de la que sigue: “un negro, en cuyo alto lomo de quelonio arraigan hambrientas espigas” (Ángel mortal, VII), donde a la erudición léxica se añade la fusión de conceptos antitéticos; o de la densidad semántica de la siguiente: “¿Por qué no me dirimes, alma,/ y expugnas mi ceniza inexpugnable?” (Soliloquio para dos, p. 51), de una economía sorprendente, de una apretada polisemia. También practica Moga con frecuencia la ruptura de sistema: “quien mastica/ mi podredumbre, ¿es hombre o nunca?”, se pregunta la voz lírica de El barro en la mirada (p. 26); o va más allá del oxímoron para alzar asociaciones no basadas en la contradicción, sino en un fértil cruce de campos semánticos: un vallejiano “cadáver exacto” nos choca porque no solemos aplicar términos matemáticos o propios de la cuantificación a los objetos inanimados, máxime cuando participan de la consideración de tabú; pero es precisamente de esta condición inopinada de donde surge la contundencia de la imagen. La paradoja y la sinestesia, muchas veces violentísimas, son herramientas características del autor, como todas aquéllas que de cualquier forma impliquen confusión o contraste. Moga recurre profusamente a los sentidos; sus imágenes suelen ser agresivamente sensoriales. En El corazón, la nada, tan dado al juego de opuestos, encontramos fragmentos como el siguiente: “Ahora un cuchillo me da su risa, y en ese instante se circuncida el sol, retoña la penumbra intacta, camina la nada hasta el dolor. El no supura tacto” (p. 56). La cláusula traba lo luminoso con la ofensa y el límite, o relaciona términos del no ser con actos y sentidos puramente físicos, valiéndose de un intermediario que denota dolor; de esta forma, inocula en el lector un sentimiento de carencia o desvalimiento insoslayable. La sinestesia y un léxico rico en matices cromáticos son uno de los puntos que unen esta poesía con la de Saint-John Perse. Y la manipulación que el catalán ejerce sobre los sentidos satura la oración de significados en todas direcciones: “el agua de una guitarra empapa el aire; sus gotas monetales/ repican en los rincones con claridad de ánfora” (Ángel mortal, X), escribe, y a la sonoridad que sugieren significantes y significados, que se entrecruzan sin respeto alguno por la física, se añade el rumor de las aliteraciones.

La tradición que Eduardo Moga reivindica es la de la vanguardia internacional, y antes las del Romanticismo y el Barroco. Moga, sin duda uno de los críticos españoles que mejor manejan la retórica tanto tradicional como contemporánea, en su jugoso prólogo a la antología Poesía pasión defiende el apasionamiento en la poesía: “la tensión en el centro de su práctica poética”, la “saturación significativa del lenguaje”.[23] Su apuesta se resume en la defensa de la imagen frente al concepto, del cuidado del ritmo y de la intensificación metafórica, que se concreta en procedimientos sustitutivos de diversos tipos: la visión, el símbolo, la manipulación de la sintaxis, la elipsis... Es prácticamente imposible encontrar un verso de Moga que no rebose de significados (o que no sobrecoja de silencios). Armado de sus herramientas, el poeta nos impide olvidar el naufragio existencial que a todos atañe, aun consciente de que no hay nadie que escuche el canto de los náufragos; de que nadie comparte sus nocturnos ímpetus, cuyas huellas duran lo que cada día tarda la marea en arrastrar y confundir su semilla. Quimera.

NOTAS

[1] Carlos Bousoño, Teoría de la expresión poética, Madrid: Gredos, 1952.
[2] Eduardo Moga, Ángel mortal, prólogo de Rosa Navarro Durán, Barcelona: Ediciones del Serbal, 1994. Antes había publicado Razón de ser, Salamanca: INICE, 1992 (premio La Mesa de Mármol).
[3] Moga, La luz oída, Madrid: Rialp, 1996 (premio Adonais 1995).
[4] “Cosmogonía construida con elementos surreales”, dice Víctor García de la Concha, “La luz oída”, ABC, 24 de junio de 1996.
[5] Manuel Álvarez Ortega, Génesis, Madrid: Visor, 1975.
[6] Francisco Ruiz Soriano, “La poesía de Álvarez Ortega”, Donaire. Revista de la Embajada de España en Londres, núm. 12, Londres, abril de 1999.
[7] Moga, La ordenación del miedo, Cambrils: Trujal, 1997.
[8] Manuel Quiroga Clérigo, “Inacabables eneros”, Papel Literario, suplemento del Diario Málaga-Costa del Sol, Málaga, 15 de febrero de 1998.
[9] Moga, El barro en la mirada, Barcelona: DVD, 1998.
[10] Ramón García Mateos, “El barro en la mirada”, Papel Literario, suplemento del Diario Málaga-Costa del Sol, Málaga, 31 de mayo de 1998.
[11] Moga, El corazón, la nada, Madrid: Bartleby, 1999.
[12] Tomás Sánchez Santiago, “El corazón, la nada”, El Norte de Castilla, edición Zamora, Valladolid, 26 de diciembre de 1999.
[13] Moga, Unánime fuego, Lisboa: Tema, 1999; segunda edición con ilustraciones de Juan Luis Goenaga, Madrid: Galería Luis Burgos, 2007.
[14] Moga, La montaña hendida, Vitoria: Bassarai, 2002.
[15] Moga, Las horas y los labios, Barcelona: DVD, 2003.
[16] Sánchez Santiago, “Eduardo Moga o la conciencia de la exclusión”, Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 648, Madrid, junio de 2004.
[17] Analiza muy bien este “acopio de intertextos” y su “efecto dialógico” y “contrapuntístico” José Antonio Llera, “El ansia y la visión”, Riff Raff, segunda época, núm. 24, Zaragoza, invierno de 2004. Otro buen crítico considera esa incorporación de “fragmentos de insobornable realidad” motivo del recurso a la prosa y consecuencia de la familiaridad del autor con los poetas realistas norteamericanos: Carlos Jiménez Arribas, “La redención y el rapto”, Quimera, número 251, Barcelona, diciembre de 2004.
[18] Manuel Rico, “La oscura trastienda”, El País, Madrid, 17 de enero de 2004.
[19] Moga, Soliloquio para dos, con ilustraciones de José Noriega, prólogo de Tomás Sánchez Santiago, Santa Coloma de Gramenet: La Garúa, 2006.
[20] Juan Luis Calbarro, “Poesía carnosa (sobre el alma y la nada)”, Paralelo Sur, núm. 5, Barcelona, junio de 2007.
[21] Moga, Los haikús del tren, Almería: El Gaviero, 2007.
[22] A propósito de Las horas y los labios, José Antonio Llera resume este denso trabajo retórico en tres aspectos fundamentales: la sinestesia, la personificación y el irracionalismo como un “código omniabarcante” que se sirve de imágenes visionarias (Llera, art. cit.).
[23] Moga (ed.), Poesía pasión. Doce jóvenes poetas españoles, Zaragoza: Libros del Innombrable, 2004.