sábado, 8 de diciembre de 2007

Titanes de barrio

[Tomás Sánchez Santiago, Calle Feria, Sevilla: Algaida, 2007.]

En 2004, Tomás Sánchez Santiago (Zamora, 1957) publicó en El Extramundi un relato titulado “Los cocineros se aburren a las cinco”, que se anunciaba como parte de un libro de relatos en preparación, Tratado de comercio. Con el tiempo, aquella recopilación inédita creció, se transformó en otra cosa, mereció el XI Premio de Novela Ciudad de Salamanca y, con el título de Calle Feria, se nos entrega hoy sin que aún podamos asignarle género. Ni falta que hace.

Los fragmentos que componen el libro adoptan distintos formatos: ensayo, relato (en sus diversas modalidades), reseña cinematográfica, comunicado gubernativo, diálogo dramático, fórmula magistral, diario personal, experimento a lo Queneau, diálogo mayéutico, carta, columna periodística de opinión… La unidad de modelos tan dispares viene servida por un denso entramado de referencias directas e indirectas, basadas a veces en la repetición de elementos de la propia ficción y otras en el uso de índices narrativos; como cuando tras enumerar a los presentes en una reunión, el narrador matiza: “Al menos, esos”, confinando la omnisciencia a los límites de la memoria e identificando así la figura del narrador con la del escritor de memorias; o como cuando con respecto a un asunto se dice que “de eso ya se hablará”, para en su momento recordar que “algo se ha dicho ya”. Contribuye a la consistencia de Calle Feria el hecho de que todo lo que en ella se nos cuenta es parte de lo que estamos dispuestos a asumir si aceptamos la importancia de la palabra en nuestras vidas.

Los ingredientes de los relatos son también de lo más diverso, conformando un completísimo universo de ficción en el que todo encuentra su lugar: lo misterioso, lo fantástico (Poe, Shelley o Colodi son presencias detectables), la iniciación al sexo, el análisis psicológico, la historia, la crítica social y política, la reflexión antropológica, la estética, la metafísica, la historia, el elemento biográfico y lo pseudobiográfico… Las referencias a una ciudad no designada, aunque reconocible en la Zamora de posguerra, pasan por el empleo de bibliografía, prensa y documentación existente, pero también por la reconstrucción de personajes recordados, anónimos en algunos casos, pero reconocibles en sus nombres reales o ficticios y en sus rasgos carnosos, y de otros en absoluto anónimos, como Lorca, la artista Delhy Tejero o el pianista Miguel Berdión. “La ciudad” presenta un rostro triste, adecuado a la nación y el tiempo en los que se ubica; el autor habla de “una onomástica [callejera] calcificada por menciones que delataban el apocamiento de la ciudad”, o de “el sabor de arpillera que dominaba la ciudad”, o de “la ciudad gobernada por el gemido indigesto propio de un país con olor a orín envejecido, encelado en conservar en hielo negro, amortecida y triste, la canción de la vida”. Veremos que Sánchez Santiago no ha querido entregar este retrato colectivo sin posicionarse decididamente en una interpretación teñida de ideología.

También existen en Calle Feria referencias a textos ajenos y propios. Entre los ajenos, destaca el empleo a lo largo de sus páginas de diversas variaciones de un conocido verso de Bécquer (“¡Llevadme con vosotras!”) que resume a la perfección las diversas modalidades de la estrategia de la evasión que emergen ante la realidad doliente de una ciudad sometida y gris: el cine, la emigración, la literatura. En cuanto a los textos propios, el libro menciona o integra muy acertadamente materiales presentes en sus libros anteriores: el relato El descendiente (Mérida, Editora Regional de Extremadura, 1992); el ya citado “Los cocineros se aburren a las cinco”, desde el que podemos rastrear algún personaje; el poemario El que desordena (Barcelona, DVD, 2006), del que se extrae el elogio de “los desobedientes”, “los que desordenan el mundo”, mientras que a otro personaje se lo nombra “el que no descansa”; los artículos publicados en El Norte de Castilla y recogidos en Salvo error u omisión (Segovia, Caja Segovia, 2002), uno de los cuales, “Tratado de comercio” se reproduce íntegramente; Los pormenores (León, Asociación Cultural “La Armonía de las Letras”, 2007), su más reciente colección de textos breves, que a ratos es un complemento de Calle Feria; y el indispensable ensayo Zamora y la vanguardia (Valladolid, Fundación Instituto Castellano y Leonés de la Lengua, 2003), en cuya estela crea y contextúa con la máxima verosimilitud anécdotas narrativas en torno a las figuras de Berdión, Lorca, su amigo José Antonio Rubio Sacristán (aprovechando la visita de Lorca a Zamora en el verano de 1928 e incluyendo una carta real del granadino al zamorano) o Delhy Tejero; la anécdota que sirve de base a este último capítulo la aporta la edición en que Sánchez Santiago colaboró de Los cuadernines de la toresana (Zamora, Diputación, 2004). El conjunto de la obra del autor forma por sí un sólido microcosmos de ideas y propuestas; y, en esta ocasión, al lado de todo este material de acarreo, un efectivo filón de relatos de ficción original compone un vivo mosaico de realidad.

La soledad y la incomunicación son leitmotive del libro: frente a los personajes del cine, dice el narrador, “nosotros sólo éramos coleccionistas de la intemperie”. El cruce ciego de cartas que cierra el relato, en el que se suceden los intentos frustrados de comunicación por parte de los dos corresponsales y de un funcionario de correos que busca información sobre su madre en quienes no se la podrán dar, es muy significativo. Porque Calle Feria es una galería de solitarios; mantiene un evidente tono elegíaco en relación con la muerte de un pasado en el que sosteníamos un mayor y mejor contacto con los otros y con los objetos (“La higiene comercial acabó también con esa fiesta de los objetos”), en que el comercio era más humano y se correspondía con una riqueza verbal que dignificaba el empleo del lenguaje y a sus usuarios.

Y porque entre los protagonistas fundamentales de este libro de lenguaje deslumbrante se encuentran las mismas palabras. En Calle Feria tienen una importancia especial los nombres de las cosas y su adecuación a la realidad exenta de trampa, “la transparencia de esa relación directa que hay en la vida de esos ámbitos entre el nombre y la cosa”. La calle Feria, también protagonista principal, “era una pajarería de palabras sin orden que iban y venían en todas direcciones: palabras de reclamo y regateo, palabras de oficio…” que enriquecían a sus portadores y diferenciaban al barrio del resto de la ciudad. No sólo el narrador y su amigo Muñoz, sino también el poeta Lorca se engolfan en las palabras hasta derivar en algún momento en una auténtica fiesta de palíndromos, monodias vocálicas y juegos de todo tipo. “Había en las palabras”, se dice en algún momento, “la energía y el calambre que no tenía aquella vida gris de hierro y sombra”. Junto al prestigio de la palabra escrita está el de la palabra escuchada, y los pobladores de la calle admiran a quien tiene “el don de contar, o sea, el don de atascar la vida en el tiempo y mantenerla allí quieta, sin poder para hacer envejecer las cosas de la existencia” mientras se desarrolla el relato. Las personas se relacionan y se salvan, pues, contándose historias, sean reales o ficticias (“invención o sucedido”): en lo que podría constituir una concisa poética de Calle Feria, el narrador recuerda que “nos dedicábamos a coleccionar historias donde la verdad y la ficción se acomodaban por su cuenta, sin excesivos miramientos por parte nuestra”. Y entre los textos escritos tiene un papel importante el recurso a las escrituras autobiográficas, cotidianas u ordinarias, las que conservan la inexactitud y el desorden que son propios de lo no profesional: las cartas que se cruzan a lo largo del libro, el diario de un barbero (que a veces se desliza inadvertida pero muy fundadamente hacia el poema en versículos), los cuadernos de notas de una artista.

No es extraño que un autor tan consciente del papel del lenguaje en nuestra existencia lo domine como lo hace Sánchez Santiago. Su prosa es de de una claridad cervantina, apoyada mucho menos en la adjetivación que en la exactitud léxica y en un sabio aprovechamiento de las posibilidades de la sintaxis; así, leemos que “borrar Hernán “ciudad” y poner en su lugar “nación” no le pareció punto de desmesura”, o que “aparecer el paquidermo tosiendo en la puerta del bar con la respiración calamitosa y sin fuelle y hacerse un silencio repentino en el serano, todo era uno”. Metáforas (“la lana sudada de aquellos años”) y símiles (“los ojos claros y grandes como dos charcas de luz”), tasados y certeros, conforman una retórica comedida en que prima la oportunidad sobre el alarde; el lirismo hace aparición en varios momentos; y un humor maduro y sin estridencias impregna de inteligencia prácticamente todo el discurso. El registro se adapta con éxito a un mundo creado con raíces en un barrio castellano, y así en cierta ocasión un personaje ordena: “Tomar, darle esto”, y no “tomad, dadle esto”, mientras un funcionario habla de “copiar por fuera aparte” en lugar de “copiar aparte” o “por separado”. La exhaustividad nos obliga a señalar tres o cuatro deslices, como aquél en que el juego oulipiano desemboca en neologismo defectuoso (“onomorfológica” por “onomatomorfológica”, p. 293), o ese otro en que “se cultiva la desmedida” en vez de “la desmesura” (p. 117). Un despiste semántico convierte una vida tal vez ascética en “una existencia ecuménica” (p. 81), y me sigue disgustando el tan generalizado empleo de la expresión “como así fue” (aquí sólo en la p. 133) en vez de “y así fue” o “como sucedió”.

Permea esta ficción de honda calidad literaria un sistema de pensamiento igualmente denso. Sánchez Santiago toma claramente partido por el bando de los perdedores (de la guerra civil, de la historia, del mercado o del conflicto entre sexos). Toda la obra del zamorano es una reivindicación de la dignidad del sometido, del silenciado, del humilde, y así lo recoge uno de los narradores cuando dice: “Papá asentía heladamente a todo, con aquella dignidad que le salía para mostrar que obedecer no era exactamente lo mismo que estar de acuerdo con lo que se le imponía”. El autor apuesta por la conservación de la memoria de los vencidos y clama contra las guerras: “Toda guerra se inicia por ideas, cosa de mentalidad, y acaba en esa dedicación salvaje que es abrir cuerpos, desordenarlos, hacerlos desaparecer. El imperio brutal de lo físico”. La crítica social y política del franquismo y su censura que encierran las reseñas cinematográficas de Mature muestra cómo los brillantes extremos de la inocencia y la ironía se tocan, contra la mediocridad de lo establecido por la fuerza: “vivimos en un lugar donde lo normal lo es todo. Y donde la excepción está prohibida”. Todos los oprimidos tienen una voz en Calle Feria: las mujeres reducidas a “su función primaria y meramente animal de procrear”, los marginados y, por oposición al orgulloso centro de la ciudad, esos paradójicos “titanes de barrio que sin saberlo representaban en su sinsentir todas las posibilidades del ser humano”.

Con estas premisas (el amor por el lenguaje, el compromiso con los silenciados de la Historia), el autor necesariamente ha de preguntarse por la responsabilidad del escritor y del artista, y lo hace en forma de debate y básicamente en la voz de Muñoz, el alter ego del protagonista-narrador: “el escritor encuentra, nunca busca”, dice, y también, no obstante: “lo que nos gusta es escribir, o sea darle otra coherencia al mundo, tal vez una coherencia sobresaltada.” La reflexión sobre el sentido de la literatura y el arte llevan a Muñoz a desdeñar el David y afirmar que “la hermosa falta de culminación de las cosas, como los Esclavos de Miguel Ángel, eso es lo que está lleno de certeza […]. La gente […] no sabe que la perfección no es más que otra forma de la ilusión”. Un relato inconcluso sería, por tanto, “una apuesta contra el orden falaz de las culminaciones, a favor de las Cenicientas transgresoras y no de los príncipes redentores”. En el mismo sentido se manifiesta el narrador del relato que protagoniza la pintora Delhy Tejero, quien “creyó ciegamente que el Arte debía salir del secuestro de las ideologías y de los intereses mediante la preeminencia de la Belleza sobre todo lo demás. La belleza nos salvaría, sí. Ay. No sabía que la belleza es aliado principal para negociar con ventaja a favor de lo sombrío, de lo sórdido, de lo siniestro”. El narrador busca “en cualquier sitio menos en la belleza –la Belleza– culminada y lista para deslumbrar. Anestesia estética que permite manejar sin remordimientos los bisturís criminales justo al lado”. Y afirma: “Hay horas del mundo en que el Arte, más que nunca, no debe ser una respuesta esperada sino una pregunta incómoda y capital, llena de retortijones”. Así respira Calle Feria, una fábula magnífica que es, al mismo tiempo, un comprometido monumento a la complejidad de la existencia. Turia.