domingo, 23 de abril de 2006

Eduardo sin Cristina

Con los seres que nos abandonan para siempre se va una parte de lo que fuimos. Cuando la pérdida es muy cercana, morimos un poco: es tanto lo que compartimos con quien se fue, y tan intenso, que lo que sobrevive de nosotros nos parece harto poco. Es cierto eso de que las pérdidas son irreparables, y es cierto que nunca volveremos a ser quienes éramos, y en los momentos que siguen a los hechos luctuosos algunos tienden a pensar en términos de punto final.

Pero es punto y seguido. El tiempo pasa sin que podamos hacer nada –ni a favor ni en contra. La muerte es consecuencia de numerosas causas de las que, en el mejor caso, sólo alcanzamos atisbos, e igualmente tampoco determinamos sino una pequeña parte de cómo la vida cicatriza. Un buen día nos encontramos con que ha transcurrido la jornada sin que hayamos dedicado algún momento al recuerdo doloroso. Otro día descubrimos que podemos pasar por cierto lugar, que nos parecía firmemente establecido en nuestra geografía del luto, y no nos duele. La mejor noche es aquélla en que volvemos a soñar con la persona que perdimos y en su rostro, por primera vez desde que se fue, ya no están los rasgos de la enfermedad. Sonríe, escucha un disco, fríe unos huevos: en nuestro sueño ya no muere permanentemente. Tengo la experiencia y ese despertar es, por mucho que se demore, ineludible y luminoso.

Hasta que llega esa mañana, sin embargo, todo duele. Son las agujetas que nos deja en el alma la muerte para persuadirnos de que ha ganado. Pero no. Tampoco vencemos nosotros; es un combate sin final, pero sigue siendo vida. Aunque ahora sea otra. Última Hora.