sábado, 17 de enero de 1998

Julio Vélez o la dignidad de la palabra. Notas provisionales sobre 'Los fuegos pronunciados'

[Julio Vélez, Los fuegos pronunciados, Madrid: Endymión, 1985.]

Desde el mismo título, el tercer libro del poeta moronense Julio Vélez (Utrera, 1946-Dax, 1992) insiste, entre otros leitmotive (como el amor, el sexo, la vida, la muerte, la utopía), en el valor de la palabra como instrumento vital de creación o de liberación. Varias veces a lo largo de toda la primera parte del libro, amor, vida y utopía aparecen asociados como facetas inseparables de una misma realidad: el sexo hace en III “que a revolución me suene el alma”; el “corazón” es “como un día subversivo” en IV; el objeto del amor equivale en IX a un “rozar dormido e insurgente”; en XVI “tú eres la libertad, amor”; en XX, el sentimiento amoroso “infringe leyes,/ códigos”. Y vamos a ver que amor, vida y utopía se manifiestan y realizan en la palabra.

Así, muy significativamente, ya en el poema I los “fuegos pronunciados” (la utopía, el amor) son dotados de un carácter necesario o providencial (“¿Qué habría sido de nosotros?/ sin los sueños,/ sin los fuegos pronunciados [...]?”) y el instrumento de su propagación (“de lengua en lengua”) es un elemento a la vez sexual y comunicativo. En el poema VIII, en que un sujeto lírico en horas bajas declara su convencimiento de que la vida sólo es un precario esquivar la muerte, identifica ésta con el silencio (“Al cabo,/ sólo el silencio/ indica el sonido/ de los labios”) y, por tanto, asocia sensu contrario vida y palabra. El lenguaje es similar al amor en XII cuando las “sílabas lluviosas” del poema son como sus “labios líquidos”, y el mismo poema como “la más hermosa/ de las mujeres”.

En XIII, una vez más, el amor y la poesía residen en un particular uso del lenguaje: “me encuentro sólo/ habitado de hermosas palabras:/ las que tú pronuncias/ sobre mi corazón”. El uso connotador del verbo “pronunciar” es, como vemos, fundamental desde el título del volumen hasta el poema XX, en que el beso se pronuncia. En XXIII “la ternura [...] me pronuncia”, pero además el cuerpo (lo material) es “tan caligrafía”. Durante una serie larga de poemas, el lenguaje pierde el abrumador protagonismo de que gozaba hasta aquí para reaparecer en XXXVII, donde un yo lírico apasionado cree en el milagro de restaurar el recuerdo edénico por medio del pronunciar o nombrar. En XXXVIII, la voz poética sigue siendo antídoto contra la desesperanza. Y en “Yrena libre por amor”, amor y libertad aparecen ligados a la palabra; todos ellos enfrentados al paso del tiempo.

En el título del libro póstumo de Julio Vélez, Escrito en la estela de El último ángel caído (Madrid, Libertarias/Prodhufi, 1993), aparecerá de nuevo el lenguaje (si bien ya no “pronunciado”, sino “escrito”) como elemento motor del discurso; el prólogo de Anthony Leo Geist señala suficientemente su papel central.

El último poema de Los fuegos, “Yrena libre por amor”, me parece de transición con Escrito en la estela: si el primero había sido un libro heterogéneo en apariencia (lírico, de sujeto fragmentario, temas diversos, estructura atomizada y poemas casi minimalistas, en palabras del profesor Geist), estaba, no obstante, dotado de unos leitmotive firmes y no diferentes de los que recorren, en un discurso más compacto y desde el punto de vista de sujetos definidos y complementarios, Escrito en la estela. “Yrena libre por amor” retoma el discurso neomítico que, en descripción del crítico norteamericano, caracteriza el Laocoonte, desaparece en Los fuegos y reaparecerá en el libro póstumo.

Si en los poemas previos escaseaban los cultismos (“lúdicro” en vez de “lúdico” en X; “hieródulas” en XV) frente a los vulgarismos (“escalichaíto” en VIII; “encogiíto” y “salpicaíto” en XXV), el caló (XXXII) o los neologismos de cuño popular (“índiga” en XXXVII), en “Yrena libre por amor” el vocablo culto aparece con profusión, incluido algún americanismo: “figles”, “clavicordios”, “tahalíes”, “colañas”, “clepsidras”, “cónsonos”, “coirón”, “vinco”, “vinchas”. De acuerdo con una técnica que Vélez emplea con asiduidad, este uso alienante o extrañante del hipercultismo y un chorro de imágenes de estirpe surrealista contribuyen a caracterizar el discurso neomítico del que habla el profesor Geist. Y en esto “Yrena” es precedente de Escrito en la estela.

Todavía encuentro otro punto común, quizá más curioso que definitivo, pero sí muy sugerente, entre el último poema de Los fuegos y el libro póstumo. El mismo Geist recuerda en su prólogo a Escrito en la estela, a propósito del último ángel caído de Vélez, al Angelus Novus de Paul Klee y al “Ángel de la Historia” que Walter Benjamin asocia con este cuadro en sus Tesis sobre la filosofía de la historia. Benjamin interpreta que “sopla una tormenta del Paraíso; se ha enredado en las alas del ángel con tal violencia que ya no las puede cerrar. Este viento lo empuja irremisiblemente hacia el futuro, que está a sus espaldas, mientras el montón de escombros delante de él crece hacia el cielo. Esta tormenta es la que llamamos el progreso”. La visión –que enlaza a Klee, Vélez, Benjamin y Geist– de un ángel de alas inmovilizadas que se ve arrastrado hacia el futuro se prefigura en “Yrena libre por amor”: ¿qué es, si no, ese “vigía del tiempo futuro” que, en medio de un caos de movimientos ascendentes y descendentes, sabe que “la libertad no es su vuelo”? Batuecas (suplemento cultural de Tribuna de Salamanca).