martes, 31 de marzo de 2020

'Silentium amoris'

No es necesario presentar la figura pública de Santiago Alfonso López Navia (Madrid, 1961). Doctor en filología y en ciencias de la educación, cervantista ilustre, participante en numerosos proyectos sobre el Siglo de Oro y, en particular, autor de una decena de libros sobre la materia, maestro de retórica, catedrático y gestor universitario, editor en La Discreta, animador cultural, poeta, narrador… Pocos campos hay, de los relacionados con la palabra escrita (y cantada), que el autor no haya tocado y en el que no haya dejado testimonio de rigor y bonhomía. De él dijo alguien que “su vida pública es recta y consistente”, y no es la única alusión que he encontrado a ese rasgo suyo de la rectitud pública. En tanto que poeta tampoco hacía falta mi presentación, así que me limitaré a dejar constancia de tres o cuatro reflexiones que me suscitó la lectura de Tregua, este libro que tienes entre las manos, afortunado lector, y que me honra prologar.

El poeta Santiago A. López Navia (Madrid, 1961).

 

1. Este poeta y este libro

Conociendo algunos de los golpes que, vallejianamente, la vida le va dando últimamente al poeta y de los que le deseamos pronta liberación, el contenido de Tregua se podría antojar circunstancial si no hubiéramos leído su producción anterior. Impresiona, en ese sentido, la maciza consistencia del discurso lopeznaviano. Este poemario del dolor y el poema homónimo con el que el autor lo abre a modo de breve guía de lectura tienen antecedentes directos a lo largo de su obra, ya desde su primer libro. Si hoy la voz lírica suplica “tan solo […] una tregua”, una pausa en el sufrimiento, un “alivio” en el desierto, un descanso aun fugaz para tornar al camino, en el “Soneto duodécimo” de Tremendo arcángel reclamaba en tono casi idéntico “una paz que venga desatando/ promesas de reposo sin medida”. Al final del mismo poemario, rematado por dos sonetos insertos gozosamente en la tradición galaicoportuguesa de la poesía castellana, se queja también de “a manca/ de paz que hoxe me creba o pensamento”. El ruego, por tanto, no es nuevo, pero es que estamos ante un poeta constante en sus preocupaciones y coherente en su discurso.

Es, sí, un poeta de una pieza aunque se presente bajo distintos disfraces. El juego de heterónimos, tan fructífero en el pasado en la pluma de monstruos de fecundidad y de profundidad como Pessoa o Machado, adopta a lo largo de la obra de López Navia los avatares de Jacobo Sadness, amigo de juventud del autor; del mismísimo Cide Hamete Benengeli, historiador eximio; de Antero Freire, ermitaño y maestro de Sadness; de un trovador anónimo… Jacobo Sadness, de antroponimia transparente, se declara poeta existencial desde el mismo comienzo de Tremendo arcángel y, aparte el venero de los clásicos, bebe del estoicismo y del desamparo de Dámaso Alonso y de algunos de los poetas desarraigados españoles de la segunda mitad del siglo XX. Su discurso, caracterizado como “lamento existencial”, encuentra, pese a todo, consuelo en la fe que tiene en Dios y permanece siempre fiel a su camino. Este homo viator será uno de los tópicos más presentes en la poesía de López Navia.

El ermitaño Antero Freire, por su parte, representa una posición más madura, como si el poeta considerase el existencialismo una lacra de juventud que es obligatorio superar y Freire fuera la voz que reivindica esa superación. Un buen crítico lo ha visto perfectamente cuando afirma, a propósito de otro poemario, que Freire “se dirige a Dios pidiendo perdón por la tristeza que vierte en sus poemas, por sus dudas y su vacío interior”. Freire nos es presentado como maestro de Sadness, a quien dedica todo un manualito de retórica y un compendio de recomendaciones éticas. Tanto Sadness como Freire reaparecen en Tregua para, como veremos, matizar sus roles.

En Tregua encontramos de nuevo los temas habitualmente tratados por el madrileño: uno principal es la nostalgia y, en particular, el recuerdo de la infancia. A propósito de otro poemario suyo se ha dicho que “todos los libros poéticos del autor […] rezuman un inefable perfume de infancia derramado en endecasílabos blancos”, y es bien cierto: la infancia como mundo de felicidad perdida y añorada, a veces dramáticamente, pero también como conciencia de la fugacidad de la vida.

En Tregua es el ermitaño Antero Freire, en su “Nostalgia y soledades”, quien se encarga de transmitir esta idea a través del recurso clásico a la sucesión de las estaciones: asociada la primavera a la infancia y la adolescencia al verano, todo lo que nos queda es el otoño, con sus matices de añoranza y madurez, y el invierno, que cierra el ciclo con el reconocimiento de la memoria en la ruina, la ceniza, la sed y la melancolía. “Los nombres eran otros, pero todo era lo mismo”, dice Freire: todo se repite, todo es cíclico y, por tanto, perecedero, y el paso del tiempo va arrastrando generación tras generación como se suceden los años y las estaciones. “Y todo es viejo,/ enero,/ y todo es nuevo”. Así mismo son poemas de nostalgia de la casa familiar “Medellín, 5” y las dos entregas de “Casa vacía”.

En ese poema retoma López Navia la imagen de la vida como camino espiritual (la dedicatoria general de Tregua es, en ese sentido, muy significativa); su heterónimo se ve “recorriendo/ cada trecho/ de la vida en un sendero/ incierto”. José Antonio Arcediano, hablando de Sombras de la huella, había asociado ese viaje con

[…] un “yo” poético inmerso de pleno en ese devenir, en ese discurrir a través del tiempo, en el cambio, en el movimiento, y lo está de tal manera que es y existe siempre en referencia al antes y al después. Esa inmersión en el devenir hace que el “yo” poético se aleje paulatinamente del antes, del pasado, un pasado remoto que contiene los momentos de belleza y felicidad perdidos en algún punto del camino y se halle situado en el ahora (un ahora dinámico y extenso, un ahora en movimiento) caracterizado por la pérdida y la nostalgia de lo perdido, por el dolor, la tristeza, la melancolía, así como por la ansiedad de lo no alcanzado, aunque conservando un atisbo de esperan­za, una esperanza puesta en el después, en el futuro, que atesora la consecución de los deseos, sueños y anhelos del “yo”, sostenidos en la intuición de la trascendencia, en la creencia en un Dios que es causa y motor de su existencia.

El homo viator ‒el caminante alegórico, el peregrino, el caballero andante‒, un tópico clásico bien estudiado, es consustancial a la voz poética de López Navia, que ha construido libros enteros en torno a la idea del viaje. Se detecta el sobrevuelo permanente de Don Quijote y Sancho, pero también están la poesía trovadoresca, la novela bizantina, los poemas de Machado... Así nació en su momento su Canción de ausencia rota de mi señor Silente, un poema largo estructurado en torno al viaje de un caballero que huye de manifestar su amor en pos de la desaparición. En Tregua, la idea de camino aparece aquí y allá, siendo significativo el poema “Intermezzo”, en el que la voz poética retoma la idea de viaje y hace un alto a un lado del camino y, tras una reflexión, encuentra motivos para el optimismo y para la salud, con versos finales de carácter estoico: “Para que no haya dudas, lo repito:/ acabo de cumplir cincuenta años./ Lo que he dejado atrás, atrás se quede./ Pesa más el amor que las heridas./ No necesito más. Nada me falta./ Hoy solo tengo todo por hacer/ y en el punto final empieza todo.”

Entre tanta tribulación y tanta dolorosa fe, López Navia suele encontrar la forma de preservar la preocupación por lo social y por la ética inspirada en las enseñanzas del ermitaño Antero Freire al joven Jacobo Sadness en materia de ética y retórica. Así sucede en poemas solidarios como “Plegaria de tierra por Haití”. También reúne el volumen en una sección elementos del mundo del poeta que anclan su voz poética a la realidad hostil y le dan algún tipo de soporte: el hermano, la naturaleza (asociada por un lado al tópico del beatus ille y, por otro, a la nostalgia de la infancia), la casa familiar, la memoria… pero con suma facilidad derivan de nuevo en ausencia y desarraigo. Y así mismo podemos disfrutar en Tregua una serie de homenajes y epitafios a personajes desaparecidos y de estelas a poetas admirados. Cierra el libro una colección de delicados haikus de diversos temas.

Portada de Tregua


2. Silentium amoris

El tópico literario clásico del silentium amoris reaparece en Tregua con fuerza. Su primera irrupción explícita en la obra de López Navia había ocurrido en Ética y retórica para Jacobo Sadness, en un “Apéndice” que sirve de puente entre la “Retórica a Jacobo Sadness” del ermitaño Freire, ya subtitulada “Ad silentium servandum ars rethorica”, y la “Ética para Jacobo Sadness” del mismo heterónimo. Este llamado apéndice, desarrollado en dos partes y cinco poemas, se titula “Silentium amoris” y lo firma el joven Sadness. En este conjunto, el poeta establecía a través de sus diversas voces uno de los principios de su poética y de su temática: el silencio como manifestación necesaria del amor.

El tópico venía de lejos; su significado es múltiple y varía entre los poetas. En la poesía grecolatina está suficientemente estudiado desde Asclepiades al bizantino Pablo Silenciario, pasando por Calímaco, Catulo y otros muchos. En los poemas 6 y 55 de Catulo, por ejemplo, el amor se calla porque avergüenza, pero ese silencio perjudica al amor, ya que “uerbosa gaudet Venus loquella”. En ciertos epigramas de Silenciario, en cambio, el silencio conviene al amor porque el misterio lo hace más excitante.

En la literatura trovadoresca, en las cantigas de amigo, en los cancioneros castellanos y, en general, en el código del amor cortés, el silentium amoris se identifica con el secretum amoris: la discreción, la voluntad de mantener oculta la relación amorosa, por ser ilícita o bien como “ejercicio de perfección para el amante, que nunca ha de descubrir la causa de su sufrimiento, ni desvelar el nombre de su dama”. Así, el sujeto lírico de cierta cantiga de Men Rodríguez Tenorio ruega a su amado “que nunca vós, amig’, ajades/ amig’ a que o digades,/ nen eu non quer’ aver amiga,/ meu amig’, a que o diga”; y en otra de Johan Baveca la mujer reprocha así las consecuencias de la indiscreción: “Amigo, mal soubestes encoprir/ meu feit”, si bien en otras ocasiones la dama del poema se vanagloria del amor público de su amigo.

El tópico del silencio tomará carta de naturaleza en obras de raíz petrarquista a partir del Renacimiento, como estudió Aurora Egido. Ejemplos son el soneto XXXVIII de Garcilaso (“Estoy contino en lágrimas bañado”), en el que la voz poética lamenta el mandato cortés del “no osar deciros”; o el soneto XXXII de Cetina (“Aires süaves, que mirando atentos”), en el que el amante llega a arrepentirse de esa obligación: “Yo deseo callar, mas ¿qué aprovecha?” Pero hay más en Boscán, en Acuña, en san Juan, en Argensola, en Herrera… El silencio, no obstante, en ocasiones pierde su carácter de obligación más o menos tolerada y se convierte en reconocimiento de la inefabilidad de la experiencia amorosa.

A lo largo de los siglos XVI y XVII, la retórica del silencio se hace multiforme y asume todo tipo de matices (desde el comedimiento que había recomendado Vives a la reticencia del capitán Aldana, pasando por la franca defensa de la ruptura del secretum amoris por Quevedo, los juegos dramáticos de Lope y Calderón, el silencio eremítico de Bocángel, el misterio de Villamediana o la elipsis gongorina). En el contexto de la parodia cervantina del libro de caballerías, don Quijote ama en secreto a Dulcinea del Toboso, a quien solo ha visto cuatro veces en doce años sin comunicarle jamás su amor. El secreto de amor alcanza hasta el pasaje en que el Caballero de la Triste Figura lo rompe con el fin de enviar a su dama una misiva a través de Sancho (I, XXV). Esa ruptura “le traerá de cabeza en la primera y la segunda parte”.

Es en los sonetos amorosos del conde de Villamediana, no obstante, donde quiero encontrar, más que un antecedente, un aire de familia con el Jacobo Sadness de los silentia amoris. Para Juan de Tassis, el silencio es en su soneto XI un “callado llorar por ejercicio” cuyo mérito dignifica al amante, e insiste en “que el que acierta a decirse no es cuidado”. En el número I pide: “Nadie escuche mi voz y triste acento”, y en el LXIII asegura: “Sufrir quiero y callar; mas si algún día/ los ojos descubrieran lo que siento,/ no castiguéis en mí su atrevimiento,/ que lo que mueve Amor no es culpa mía”, lo que nos remite a una obra del siglo XIX que no tardaremos en comentar. El soneto XV concluye: “ni el mérito me vale del silencio,/ ni a descubrir me atrevo mi cuidado”; y en el LXVI retorna Juan de Tassis a la inefabilidad del amor: “que no sé estilo o medio con que acierte/ a declarar el bien y el mal que siento”. Villamediana es posiblemente el poeta barroco que con mayor asiduidad y densidad reflexiona sobre el silencio del amor y sobre su difícil y paradójico equilibrio contra la duda y el deseo de manifestar la lágrima o la palabra, con una insistencia y una discreción tan rematada que algunos de sus biógrafos han atribuido esa voluntad de silencio a motivos biográficos: un amor prohibido por alguna de las amantes del Rey Felipe IV o, incluso, por la reina Isabel de Borbón, sin que falten interpretaciones que apuntan a otros amores en la época considerados ilícitos por naturaleza y que habrían causado la muerte violenta del poeta en 1622.

Sorprende, y no poco, que sea la figura del irlandés Oscar Wilde la que tienda puentes entre nuestro Villamediana y nuestro López Navia. Uno de los poemas que publicó en 1881 por partida doble en Londres y Boston se titula, precisamente, “Silentium amoris”. Se trata de un poema de hermosísima cadencia y un enorme despliegue de arcaísmos, juegos de paralelismo, paradojas, simbolismos y, en definitiva, una atmósfera gótica deliciosa. En este texto Wilde viene a reincidir en el tópico clásico que le da título y lo impregna de esa corriente interpretativa que nos llega desde Cicerón y, pasando por Castiglione y Villamediana, desemboca en el genio de Dublín, según la cual los ojos dicen lo que las palabras no pueden o no deben decir. Wilde incurre en el silencio por pura inefabilidad del amor que siente, sin que podamos distinguir a ciencia cierta lo inefable de lo imposible, y termina optando por la separación en silencio: “Else it were better we should part, and go,/ Thou to some lips of sweeter melody,/ And I to nurse the barren memory/ Of unkissed kisses, and songs never sung”.

No podemos dejar de recordar, ya en el siglo XX, los sonetos de Lorca conocidos como “del Amor Oscuro”, en los que resulta difícil separar el elemento autobiográfico del creativo. En uno de ellos el granadino toca el tópico en cuestión en términos de “secreto” y de “herida”: “¡Ay voz secreta del amor oscuro!/ ¡ay balido sin lanas! ¡ay herida!/ ¡ay aguja de hiel, camelia hundida!/ ¡ay corriente sin mar, ciudad sin muro!”. Llega a aplicar al silencio una cualidad superlativa: “¡silencio sin confín!”, e insta a la paradójica voz a alejarse: “Huye de mí, caliente voz de hielo”.

 
Rafael Sanzio, Sueño del caballero, óleo sobre tabla, hacia 1504-1505 (Londres, Galería Nacional).
 
 

3. ¿Por qué calla Jacobo Sadness?

La precedente revisión del recorrido del tópico que conocemos como silentium amoris por la literatura de los últimos dos mil años nos permite comprender mejor la obra de Santiago A. López Navia. Conocedor como es de la tradición clásica, cabe suponer que la elección de un tópico tan definido para alumbrar algunos de los mejores versos de su heterónimo Jacobo Sadness no es casual. Volvemos a encontrar en el joven y supuestamente ficticio poeta desarraigado los mecanismos utilizados por Garcilaso, Villamediana y Wilde, y nos asombran. Sadness había hecho su presentación con sus sonetos de corte existencial en Tremendo arcángel y con sus versos airados en Sombras de la huella, pero es en Ética y retórica para Jacobo Sadness donde desarrollaba por primera vez nuestro tópico.

En ese “Silentium amoris”, el heterónimo de López Navia se somete al silencio como forma de protección. “En el silencio forjo la alambrada/ que estrecha los dominios de mi herida”, dice; y “En mi silencio duerme mi secreto./ A mi silencio debo cuanto ignoras./ Con mi silencio aliento la distancia”. Se trata de un silencio entendido como distancia frente al dolor, pero aún no se ha explicitado cuál es el aspecto doloroso del amor que sugiere el título. Continúa su “Declaración” en tres sonetos con un lamento: la voz poética sufre la confusión entre voz y silencio y se queja de la carga a la que este lo somete. “Mi voz y mi silencio se confunden/ en esta tempestad de lluvia amarga/ que un día hirió mi alma con tu rayo.// Y sobre estos cimientos que se hunden/ ya no soporto el lastre de mi carga/ de tanto como pesa lo que callo”. Siguen los ecos del barroco en el hermoso tercer soneto, en el que el silencio, que era “alambrada”, es percibido ahora como “condena”. Dirigiéndose a un “tú” indefinido, la voz lírica afirma lo que será el contenido principal del Silente que comentaremos a continuación con un “tú nunca oirás la voz de enamorado”, y asegura su voluntad de jamás romper ese silencio. La sucesión de paradojas enriquece el tópico y se revela como una de sus manifestaciones más completas y densas de la historia de la literatura. En el epílogo, Sadness afirma haberse quedado “a vivir, callado y solo,/ en un mundo sin ti y sin tu saberlo”, negando al ser amado el conocimiento siquiera de ese amor. Finalmente, repite “la palabra que expresa su única certeza”, es decir, “nunca”, en un emocionante e inconfundible eco wildeano: si el dublinés se proponía alimentar “la estéril memoria/ de los besos no dados, de las canciones nunca cantadas”, López Navia a través de su heterónimo habla de las “palabras nunca dichas” y concluye: “Y ya nunca será lo que no ha sido,/ y todas las palabras serán nunca”.

López Navia había publicado muy poco antes su Canción de ausencia rota de mi señor Silente, un poema que ha sido calificado de neorromántico o neotrovadoresco. El nombre del protagonista, un caballero que lo abandona todo y sale a viajar en pos del olvido, es Silente, lo cual supone una nueva declaración de intenciones. Por su parte, el nombre de la dama ideal amada por el caballero, Oniria (“Tan solo yo conozco el secreto de las letras/ que encierran el misterio de la palabra Oniria”), remite por etimología al sueño inalcanzable y por paronomasia a la Oriana del Amadís, pero también, por anagrama, a la Ironía en un sentido que quiero interpretar paciano: si la analogía es, para el poeta y pensador mexicano, “reino de la palabra”, “ciencia de las correspondencias” e “hija del tiempo lineal”, la ironía es “reverso de la palabra, la no-comunicación”, “manifestación del tiempo cíclico”, “ruptura de la unidad”, “negación” y “manifestación de la nada”. “Ironía y analogía son irreconciliables”, dice Paz; “la ironía es la herida por la que se desangra la analogía”. “La analogía”, concluye, “termina en silencio”. Y así termina el Caballero Silente, y así termina Jacobo Sadness.

En el Silente se ofrecen algunas claves de la imposibilidad de este amor pero, sobre todo, se teje un mundo de carencias, paradojas y negaciones en el que la voz lírica renuncia activamente a la palabra de amor y se establece con firme decisión en el silencio. En su versión del silentium amoris, López Navia niega la comunicación del amor incluso a la persona amada. Sin embargo y como tantos poetas que lo precedieron, lamenta la inutilidad de su “caminar discreto”: “De nada me ha servido batirme en retirada/ guardando mi secreto de espías y rumores”. El recuerdo del nombre de Oniria queda allá por donde pasa el caballero, que solo puede errar sin esperanza. Y, como el protagonista del poema de Wilde, Silente acepta el destino de ser separados: “a ti a no saber nada, a mí a callarlo todo”. Finalizando el libro, afirma: “Nadie podrá saber lo que nunca te dije/ y lo que tú no sabes a nadie ha de importarle”. Los motivos de la literatura de caballerías, y los conceptos del amor cortés imponen al lector del Silente una atmósfera de ensoñación medieval y de referencias culturales que entroncan con la tradición anteriormente descrita, y que probablemente hacen de este poema, de esta voz rota por la emoción, el más largo e intenso desarrollo del tópico del silencio de amor en toda la historia de la literatura.

Pero en 2020 llegamos a Tregua y he aquí que Jacobo Sadness sigue aferrado a un tema que López Navia ha remozado y devuelto a la circulación con extremada eficacia. El presente libro incluye un “Segundo”, un “Tercer” y un “Cuarto silentium amoris de Jacobo Sadness”, que insisten en la idea de soledad en términos de silencio. El segundo de estos textos, subtitulado como homenaje a Bécquer, nos sorprende porque Sadness habla en él por primera vez de la persona amada como alguien que en realidad sí sospechaba o “sabía” del sentimiento de amor que le profesa la voz lírica. Como si el nunca se estuviese diluyendo, en el último de esos tres poemas vuelve la sorpresa cuando Sadness admite la posibilidad, aun “en la esquina remota de algún sueño”, de “que el mapa de su nombre me lleve hasta su puerto”, lo que también por primera vez supone una tímida fisura en la condición silente de Jacobo Sadness, ese viejo conocido de Santiago López Navia. Quizá un día nos explique con detalle por qué calla.

 

La versión anotada de este texto fue publicada como prólogo: “Silentium amoris: repaso de algunos aspectos de la poética de Santiago A. López Navia con la excusa de la publicación de Tregua”, prólogo a Santiago A. López Navia, Tregua, Madrid: Los Papeles de Brighton, 2020, pp. 7-20.

domingo, 17 de noviembre de 2019

Todo lo que nos queda por delante

[Néstor Villazón, La culpa colectiva. Sevilla: La Isla de Siltolá, 2019, 68 pp.].

Desde el primer vistazo al índice se revela La culpa colectiva como un libro que indaga en torno al equilibrio vital y que, por más que la voz lírica acuda a procedimientos razonables, no acaba de encontrarlo y naufraga, a lo sumo, en el estoicismo y en el mal menor. Medir la realidad nunca deja de ser un proceso que queda en tentativa, y la estructura del poemario es significativa a ese respecto: cinco partes muy equilibradas pero no perfectamente iguales en número de poemas denotan afán por el orden pero también la resignación de quien se conforma con mantener a raya el caos.

Néstor Villazón (Gijón, 1982) es poeta y dramaturgo, y eso se hace ver en su ficción lírica, que, si no dialogada, siempre es dialógica: nunca falta un o un vosotros al que la voz poética pueda dirigirse en su exploración de la realidad y de sus sentimientos, requiriendo a veces de forma explícita al lector (“Imaginad a la mujer de vuestra vida […].// Ahora preguntadle qué quiere ella”, p. 39). Es así también cuando se autointerpela (“Ahora sabes del sentido del amor”, p. 19), disociándose de la misma voz poética para dirigirse a sí mismo en segunda persona.

Poema y vida son la misma carne. Así queda de manifiesto en el arranque del libro (“Nota de autor”) donde la frontera entre la voz poética y la voz del hombre queda difuminada ya desde la partida. Y la materia de la que están hechos tanto el poema como la vida es el amor, un amor indescifrable (“Amigos, el amor os sobrepasa.// Quien hable algún día de amor/ está mintiendo”, p. 15) que viene y va, sumiendo a la voz lírica en el ahora más acuciante hasta el final del libro (“Piensa que jamás hubo tiempo/ en el amor, sino el momento exacto”, p. 60). Un amor y un desamor que, de forma cotidianamente dramática, se superponen en los gestos y en el devenir, sembrando de apariencia y de fugacidad la vida y resolviéndola en abismo (“Los actos verdaderos”, p. 17) y en decepción (“El fin de la enseñanza”, p. 19), con la vida entendida como “una deuda que nadie entiende”.

El sujeto se revuelve contra todos, acusándolos de compartir un concepto engañoso del amor. Es la “culpa colectiva” (p. 23) de quienes se aferran a la quimera del amor y su recuerdo. Toda la segunda parte del libro, inspirada en un verso de Juan Luis Panero (“Fueron antes los nombres y las fechas”), desarrolla un ejercicio de confesión y de desmitificación de la memoria sentimental a través de la anécdota y de la reflexión. En la tercera parte del libro, Villazón despliega enumeraciones y anáforas que insisten machaconamente en el sentimiento de inanidad de la vida, como queriendo convencernos de que lo es todo menos solemne o heroica. Su “Resumen de una vida” (pp. 37-38) enlaza con el Ángel González más desengañado y cotidiano, y su “Contrato social” (p. 39) vuelve a insistir en el amor como intercambio de servicios, como hechura social vestida de idealismo; en definitiva, como culpa colectiva.

La despedida y el cierre del luto por un amor para dar paso al siguiente, con la lección aprendida (“El fin de la enseñanza”, p. 19) y una actitud mucho más desengañada o resignada (“Acta est fabula”, p. 56, “El final del cuento”, p. 58) centran la última parte del libro, que en “Despedida” define aparentemente lo que antes había dado por indefinible: “sabrás de amor/ cuando escribas el poema/ que huye de él” (p. 60), con un remate pleno de certezas inasibles.

El marco psicológico es mucho más importante que el imaginario en la poesía de Villazón, cuyo estilo, muy arraigado en el realismo (con referentes como el mencionado González, José María Fonollosa o Felipe Benítez Reyes), se sirve de un lenguaje llano y abunda en el uso de la antítesis y de figuras de pensamiento relacionadas, como la ironía o la paradoja, que maneja sin aspavientos. Dice en la p. 17: “mientras tú vuelves con la luz/ que solo da la noche”. Dice también, en la p. 49: “es cierto, ha sido un mal día,/ pero piensa en todo lo que nos queda por delante”, en una estupenda anfibología cuyo verdadera intención es imposible descifrar: ¿lo que nos queda por delante nos consuela o nos hace considerar la desdicha pasada como tan solo una minucia…? Se trata de una poesía muy rítmica, apoyada sin encorsetamiento en la métrica pero, sobre todo, en el juego de repeticiones, paralelismos, polisíndeton, anáforas: todo aquello que otorga a un poema una eficaz legibilidad y que está muy presente en la obra de este hombre del teatro. El coloquio de los perros.

domingo, 20 de agosto de 2017

Y con la justa pena

[Ignacio González del Rey Rodríguez, Pequeñas muertes, León: Eolas Ediciones, 2017, 108 pp.]

Ignacio González del Rey (Gijón, 1966) sigue la máxima de Gracián y, si lo que tenía que decir es bueno, la quirúrgica concisión con que lo hace en los densísimos poemas de Pequeñas muertes lo hacen acreedor a algo más que esta modesta reseña. El asturiano, autor anteriormente de Vocación del día que comienza (Madrid: Reus, 2009), practica una poesía breve y depurada, desnuda de todo lo que estorbe la percepción de sus preñadas paradojas. Ha conseguido llevar a puerto seguro el esfuerzo de evitar toda alharaca, todo patetismo en la expresión del desamparo. El resultado son versos cristalinos, purísimos, en los que el sinsentido de vivir se asume con cruda naturalidad. Cercanos a veces al haiku o al aforismo, nos empujan siempre a reflexionar sobre esas pequeñas muertes que esconde cada paso relevante o irrelevante de nuestras vidas, con su carga de tiempo y de desmemoria.

Esa antítesis inspira explícitamente, a modo de manifiesto, el primer poema de la colección. En él se verbalizan los dos aspectos de la paradoja de nuestra existencia: la “muerte pequeña” que se relaciona con cada olvido es “[i]nmensa y diminuta”, “[t]errible/ y leve” (p. 9). El autor trae y lleva la memoria y el tiempo como si en ellos residiera la clave de todo: están en el mar (p. 13), en la madera y en la roca (p. 14), lo que parece reducir la memoria de lo humano a muy poca cosa. El paso del tiempo como pérdida aparece en numerosas ocasiones, a veces en imágenes prodigiosas (“el tiempo se nos duerme a los costados”, p. 20).

Frente a esa intensa conciencia de la caducidad, la voz poética no busca consuelo en la palabra. He sentido que podría haber sido yo quien lo hubiera escrito (o, mejor dicho, me habría gustado poder hacerlo con tanta lucidez) cuando González del Rey desconfía del verbo como portador de certeza o identidad en un bellísimo, descorazonador, revelador poema en el que la palabra, “[e]n su certeza imprecisa”, “habla de sí,/ no puede/ contener en su signo o su sonido/ la exactitud de ningún significado” (p. 16). La vejez y la pérdida de la memoria aparecen también como espacios de despojamiento y soledad (pp. 24 y 49). El poeta solo parece atisbarle algún sentido a la existencia en la misteriosa belleza y la verdad callada de las cosas (vg. pp. 19, 44, 45, 76), pese a que la nostalgia aparece como una especie de intersección entre esa búsqueda de la belleza y la conciencia de la nada (vg. pp. 61, 78 y 89). No excluye la epifanía como método metafórico: aprovecha la observación de un motivo aparentemente modesto, como es la incidencia de la luz sobre el poso del vino, a la hora de elaborar un magistral, discretísimo, brillante resumen de la existencia (p. 23). En definitiva, no son las palabras las que crean el mundo, sino que requieren ‒como sugirió el emperador Marco Aurelio‒ “de la contemplación atenta de las cosas/ que, al ser observadas,/ nos digan su verdad” (p. 76).

La ajenidad y la fugacidad del presente atraviesan el poemario (vg. pp. 31 y 37) y desembocan en una nueva, magnífica reedición del carpe diem horaciano, aunque su formulación sea, como el resto del libro, contenida, cuando González del Rey afirma: “Es ella la que empuja/ a vivir este instante,/ a inventar el deseo/ que nos colme mañana.// Es la muerte sabida,/ la certeza de paso,/ por quien vale la pena/ arañar cada hora” (p. 98). Reconocemos las aporías eleatas de Zenón y la geometría euclídea cuando habla de “[l]a equivocidad de la distancia” en aras de una interpretación existencial (pp. 55 ó 57); y su afirmación de que “[l]os límites/ afirman y niegan/ lo que alcanzan” tiene igualmente resonancias matemáticas y metafísicas (p. 67).

El manejo de los recursos retóricos es tan diestro como natural. La ruptura de sistema como la definió Bousoño desencadena una nueva revelación en el cuasiaforismo “El fin/ justifica los miedos” (p. 30). Es deliciosa la dilogía presente en “El tiempo vuela/ y la muerte/ nada” (p. 80). La elipsis contribuye a la deseada concisión en fragmentos como “[m]añana y ayer/ tienen en común/ que nunca” (p. 31), o “[a]sí el olvido borra/ aquello que vivimos/ como si todo y tanto/ nada y nunca” (p. 79). La antítesis y la paradoja permean todo el libro e iluminan la realidad, como cuando expresan la radical desorientación existencial en términos de luces y sombras: “La luz total/ ciega.// ¿Oscuridad,/ acaso?” (p. 40); o cuando continúa en parecidos términos: “La noche/ saca a la luz/ todas las sombras” (p. 54); o “La sombra es el peso de la luz/ caída sobre un cuerpo/ desde otro cuerpo/ cansado” (p. 58). Es significativo el uso también paradójico del tiempo verbal: “mañana/ nunca fuimos” (p. 20). La personificación de las estaciones insiste en una conciencia cíclica del tiempo y en la caducidad del hombre (pp. 47 y 48).

González del Rey es un poeta moderno, a la manera en que lo entendía el Octavio Paz de Los hijos del limo: la analogía y la ironía están siempre presentes en sus versos. Pequeñas muertes es, para seguir empleando términos paradójicos, un soberbio ejercicio de modestia. No podemos hablar de grito existencial porque un grito es precisamente lo único imposible de encontrar en un libro tan rico, sin embargo, en honduras. Su tono contenido y la humildad de su aproximación a la conciencia del desamparo se alinean con el mejor estoicismo clásico. Así, en algún momento el poeta pide: “Cuando el porvenir deje de ser,/ haya sido,/ y la ceniza cubra el nácar y la rosa,/ no os preocupéis de mí,/ no es nada” (p. 90). A punto de cerrarse el poemario, reconoce su deseo de acabar “[s]in dolor y sin miedo/ y con la justa pena” (p. 104): mesura hasta el final. Cuánto me habría gustado firmar este libro. Luke.

lunes, 2 de enero de 2017

Desesperada belleza

[Diego González, Planes para no estar muerto, Mérida: Editora Regional de Extremadura, 2016]

Planes para no estar muerto es el cuarto título de Diego González (Villanueva de la Serena, 1970), que ya había publicado una novela ganadora del Premio Felipe Trigo en 2006 y dos poemarios. Se trata de una novela breve de tema y tono orientales que difícilmente escapa al calificativo de poética. La anécdota en que se basa se puede contar en escasas líneas y el número de sus personajes cabe en los dedos de una mano; pero a lo largo de su cuidada estructura espiral se encuentra el desarrollo de todo un espacio psicológico y simbólico que atrae al lector, sin remedio, hasta su vórtice final.

Mediante el empleo de un lenguaje conciso y contenido, a ratos sentencioso y casi siempre lírico, de un ritmo moroso pero constante, González consigue hacer avanzar la acción hacia un desenlace de decepción existencial; pero el mérito de esta novela no estriba en la anécdota, sino en ir apuntalando, a través de símbolos y fraseos de raíz oriental, una lúcida visión universal de la realidad. Planes es un planto moderno; un hermosísimo canto al desarraigo que hace residir la identidad en la memoria de las cosas; mejor, en el no olvido de las cosas. La alienación radical que acarrea la conciencia de la muerte no supone en este texto duda, incertidumbre ni ignorancia; bien al contrario, no hay mayor certeza en él que el hecho de que la muerte llegará, y la única escapatoria que se concede al protagonista –a la voz poética que narra esta novela– es la de procurar que la identidad de su partenaire no desaparezca: que la muerte de su cuerpo no se produzca antes que la muerte de su memoria.

La desmemoria aparece, así, como muerte en vida o como primera muerte; y la salvación es una salvación en la alteridad, que en nada afecta, sin embargo, a la identidad propia: “¿Quién cuidará de mí –se pregunta, en fin, la primera persona– cuando pierda la cara?”, siendo la cara en el contexto simbólico utilizado trasunto de esa identidad individual. En efecto, el procedimiento que los personajes y su tradición urden para eludir la mortalidad –cierto ejercicio de escritura– no tiene por objeto convocar la propia memoria, sino conjurar el olvido ajeno y, como todo lo demás, tiene también su plazo: la caducidad del signo es la caducidad de la memoria, o sea, la caducidad del hombre.

La novela es suma de dieciséis fragmentos que podrían funcionar por sí solos, desde el punto de vista narrativo (como microrrelatos) pero, sobre todo, desde el estético. Planes es, pese a desarrollarse básicamente en un espacio psicológico, o tal vez precisamente por ello, un libro muy visual: una serie de secuencias –frecuentemente en primer plano– de enorme potencia sugestiva. La disposición narrativa en círculos casi concéntricos en los que los motivos van y vienen, se repiten, se sugieren, se omiten o se amplían demoradamente, permite que, antes de aproximarse al desenlace, el lector se encuentre sumergido de lleno en ese contexto simbólico e ideológico. Como sucede con la poesía, hablamos de un libro que no puede leerse una sola vez: tras la primera aproximación, el lector vuelve atrás para disfrutar de ángulos reveladores, de pasajes cuya importancia se le ocultó pero que, en segunda lectura, adquieren tintes visionarios. La eficaz combinación de recursos narrativos y líricos redunda en el efecto persuasivo y no deja al que lee otra salida que dejarse arrastrar irremisiblemente, como los personajes de esta joya que es Planes para no estar muerto, al fondo de un pozo de desesperada belleza. Luke.

domingo, 1 de enero de 2017

Parecidos razonables

[Jorge Rodríguez Padrón, Katherine Mansfield y Alonso Quesada. Ser una de esas islas, Rivas-Vaciamadrid: Mercurio Editorial, 2016]

Un viejo y querido profesor de mis años de facultad, experto en hacer pensar a sus alumnos, propuso en cierta ocasión, con un guiño travieso: “¿No va siendo hora de estudiar la influencia de César Vallejo en la obra de Quevedo?”. La idea, tan aparentemente peregrina, ofrecía todo un programa desestabilizador que a algunos nos resultaba sumamente atractivo. Lo más parecido a esa sensación que he experimentado en los últimos años procede de mi reciente lectura del ensayo Katherine Mansfield y Alonso Quesada. Ser una de esas islas, de Jorge Rodríguez Padrón, en el que el canario coteja las obras de dos autores perfectamente desconocidos entre sí. La neozelandesa Mansfield (1888-1923) y el español Quesada (1886-1925) nunca se conocieron y es imposible que jamás se leyeran. Las coincidencias entre ambos son, no obstante, muy notorias; y el hecho de que Rodríguez Padrón recurra a la literatura comparada, tremendamente infrecuente en la crítica española, tan asida a lo castizo. Pero lo había dejado escrito Claudio Guillén: “Si la poesía es la tentativa por reunir lo que fue escindido, el estudio de las literaturas es un intento segundo, una metatentativa, por congregar, descubrir o confrontar las creaciones producidas en los más dispares y dispersos lugares y momentos: lo uno y lo diverso”. Ese es, aquí, el trabajo de Rodríguez Padrón, tan interesado siempre por lo que ha llamado “memoria literaria europea” del siglo XX.

Efectivamente, desde el punto de vista biográfico, tanto Mansfield como Quesada son isleños; ambos, coetáneos casi perfectos, efectúan incursiones frustradas en el exterior y son descritos por Rodríguez Padrón como “rebeldes e intransigentes” a la par que “frágiles y solitarios”; de una u otra manera –vital, literariamente– ambos maduran de vuelta en la insularidad; y los dos se ven determinados de forma implacable por la enfermedad –la tisis en ambos casos. Los dos separan su yo vital de su yo literario y lo marcan mediante el correspondiente pseudónimo. Las coincidencias son a veces asombrosas; pero si el ensayo se limitase a una enumeración de paralelismos vitales, por muchos y sutiles que estos sean, su cotejo no sería más que un divertimento biográfico. Rodríguez Padrón se acerca a sus obras, que conoce bien, y extrae conclusiones nada caprichosas en el territorio de lo supranacional literario.

Excluida la idea de intertextualidad en sentido estricto, la relación que pueda existir entre las obras de Alonso Quesada y Katherine Mansfield solo puede atribuirse a una intertextualidad en un sentido muy lato, derivada de compartir circunstancias similares en una Europa literaria común. No hablo de la vieja idea romántica de la unidad de la literatura europea, basada en un concepto casi genealógico del caudal ideológico común o de la historia compartida, una idea que impregnó el origen del comparatismo pero nunca pudo oscurecer el hecho de que, frente a lo uno y compartido, existe lo diverso, lo individual e intransferible, lo que precisamente hace de cada creación una obra única e inimitable y un objeto de interés crítico. No: hablo –habla, más bien, Rodríguez Padrón– de una actitud especial ante la literatura y de unas consecuencias textuales concretas que comparten, particularmente, Quesada y Mansfield frente a la gran masa de sus autores coetáneos. En ambos escritores existe una conciencia moderna de la identidad rota, eso que –decíamos– la poesía aspira infructuosamente a recomponer. Y, por tanto, su escritura es, independientemente del género al que se adscriba (los relatos de la de Wellington, los poemas y novelas del canario) de carácter eminentemente poético.

La perspectiva literaria de Quesada y Mansfield, nos dice el ensayista grancanario, se basa en el “debate con las formas consagradas por el siglo XIX que sobre ellos gravitan”, a saber, respectivamente, el costumbrismo español y la novela victoriana. Su “voluntad de diferencia”, sin embargo, no los conduce a incurrir en los ismos tan en boga en su época. No son, ni Quesada ni Mansfield, escritores de vanguardia, militantes que asuman postulados colectivos; su ironía, su desdén hacia las convenciones sociales y literarias no les permite, tampoco, caer en nuevas convenciones. Intentarán “poner en cuestión la escritura literaria convencional de su tiempo” y, en ese camino, sacudir “los órdenes de la lengua en que esa última escritura se encierra”; pero recurre el autor del ensayo a Joseph Brodsky cuando rechaza el discurso de la ruptura de las vanguardias por suponer una nueva atadura: “porque en ellas no es el escritor el que elige la manera, es la propia cultura la que acaba por imponérsela: una mera alternativa estética”. La clave de la subversión de Quesada y de Mansfield no sería, por tanto, meramente estética, sino moral y existencial.

Rodríguez Padrón desvela algunas características compartidas de la escritura de sus dos objetos de estudio: la forma eminentemente dramática, el uso de la personificación, los signos de la narración reducidos al mínimo (son sus propios personajes los que transmiten el pensamiento de los autores); el aislamiento y la extrañeza de esos personajes y su capacidad de representar la “conciencia escindida, fronteriza” tan siglo XX de sus autores; la sintaxis narrativa sincopada y fragmentaria –su querencia cinematográfica, casi fotográfica–, que implica también una noción contemporánea del tiempo… Si Mansfield califica lo que hace de “prosa especial”, Quesada hará de su narrativa otra forma de poesía. Ambos terminarán ciñéndose a la infancia allá en el Pacífico (ella) y al contexto insular (él), pero no para refugiarse en el pasado, sino para adquirir debida distancia de la realidad que críticamente retratan. Y el resultado es una siempre fértil manifestación de la incertidumbre, un hondo elemento existencial: la ironía, la conciencia de la mortalidad sobre la que tanto y tan bien escribió Octavio Paz. De ambos escritores afirma Rodríguez Padrón que no son ya, por tanto, siglo XIX. A esa moderna incertidumbre se añaden la crítica social y moral; la deshumanización; el sobresalto vital que se refleja en “la respiración de la prosa”… Como ejemplo de soluciones similares aporta, entre otros pasajes, sendos fragmentos del relato “En la bahía” de Mansfield y de la novela Las inquietudes del Hall de Quesada. Los dos son de 1922.

Y todo nos lo cuenta Jorge Rodríguez Padrón con su estilo habitual: una prosa barroca, fluida y caracoleante, pero humilde y muy explícita, que no renuncia a ninguno de los índices de la reflexión, como si se estuviera dirigiendo oralmente a un público o, aún mejor, comunicando sus meditaciones, en un ambiente tal vez discreto y acogedor, a una compañía de amigos por los que sintiese el mejor de los afectos. Con ese respeto suyo a la inteligencia que un buen lector tanto aprecia. Agitadoras. Luke.

martes, 15 de marzo de 2016

El profeta de la libertad

[Walt Whitman, Hojas de hierba, edición bilingüe de Eduardo Moga, Galaxia Gutenberg, 2014]

Walt Whitman (Nueva York, 1819-Camden, 1892) ha pasado a la historia de la literatura como el poeta de América y como el gran renovador de la lírica anglosajona. Imbuido –por influencia de Ralph Waldo Emerson– de una noción trascendentalista de su tarea como poeta, su voz es la del profeta y visionario. En su deseo de cantar al héroe colectivo de la democracia que nace, frente a la vieja épica aristocrática del héroe individual, Hojas de hierba se constituye de hecho en un vasto caleidoscopio de la Norteamérica del siglo XIX. La nueva épica requiere un nuevo lenguaje y sus versos abandonan el tradicional ritmo yámbico para abandonarse al ritmo del pensamiento (con cierto aliento oratorio que le era querido), a una respiración prolongada y a una sintaxis intuitiva. Adopta todos los registros léxicos, sin despreciar las palabras soeces que nunca habían tenido cabida en la poesía, ya que en sus poemas cabe todo; también lo sucio, lo feo o lo que es tabú. La creación poética lo conduce a la comunión con una realidad poliédrica que construye desde su percepción visionaria y que a su vez lo va construyendo a él conforme el libro sufre ampliaciones a lo largo de las décadas. Todo se relaciona en el mundo whitmaniano, sin que ningún hecho ni persona destaque sobre los demás: el estadista a la misma, democrática altura que el carpintero o el indígena; los grandes accidentes geográficos junto a la locomotora y el barco de vela. El afán totalizador a menudo no puede expresarse sino con enumeraciones y catálogos exhaustivos, ya que nombrar equivale a descubrir y, por tanto, a revelar, como es misión de todo profeta.

Y, sin embargo, ese universo circular y comprensivo se articula sobre un eje: el yo del poeta. De hecho, el poemario es un permanente diálogo en busca del equilibrio entre el yo y los otros. Cesare Pavese advirtió la paradoja: “No canta jamás a Norteamérica: canta de sí mismo absorto en el descubrimiento de Norteamérica como entidad política […], pero canta también de sí mismo absorto en el descubrimiento de la vida en la cual Norteamérica no es más que un átomo o […] un símbolo.” La búsqueda de Whitman es religiosa, pero de una religión alejada de la tradición y de la mediación ritual: la religión de la libertad. Pavese (de nuevo) identifica los poemas del neoyorquino como “un himno al perfecto individuo whitmaniano que experimenta la alegría, la salud, la libertad de sus contactos con las cosas del universo”. También José Martí se detiene en ello: “Creíais la religión perdida, porque estaba mudando de forma sobre vuestras cabezas. Levantaos, porque vosotros sois los sacerdotes. La libertad es la religión definitiva. Y la poesía de la libertad el culto nuevo”. Es la libertad de un alma que quiere comulgar con el alma de la realidad mediante su observación y libre goce, donde nada es sucio porque todo es sagrado; un alma que tiende al panteísmo y que, sin embargo, nunca deja de tener plena conciencia de su individualidad. Los versículos de “Ahora, cantos precedentes, adiós”, escrito en 1888 bajo el peso de la enfermedad y el temor de la muerte, describe sus poemas como “nacidos de las fibras de mi corazón, de mi garganta y mi lengua (la sangre caliente, palpitante, de mi vida,/ el impulso y la forma personales para mí, no meramente papel, o tinta y tipos automáticos),/ y cada uno, cada expresión del pasado, con su propia y larga historia/ de vida o de muerte, o de soldados heridos, o del país en peligro o a salvo”, y con ellos el poeta contrapone ese universo poético proliferante y tendente a abarcarlo todo y a constituirse en materia viva del yo (“¡Oh, cielos, qué destello y qué inacabable tren de todo, puesto en marcha!”) con la presente experiencia del final de su ciclo vital: “¡qué migaja despreciable, en el mejor de los casos!” La misión profética da sentido, pues, a la voz poética, quizá porque la propia vida del humanísimo individuo Whitman, en el fondo, también importa.

El poeta Eduardo Moga incorpora una detallada introducción que repasa razonadamente la vida del poeta, el significado de Hojas de hierba en la literatura anglosajona, su recepción crítica del momento y la importante influencia que ejerció en las literaturas hispánicas, de Martí a Ernesto Cardenal pasando por Rubén, Borges, Huidobro, Lorca o Neruda entre otros. También se demora en explicar el lugar de su traducción con respecto a la serie de las que hasta el momento existían, desde la primera de Armando Vasseur (1912), influyente durante décadas pero bastante deficiente, hasta la de Borges (1969), laboriosísima y de gran calidad profesional y literaria, pero quizá excesivamente lacónica, pasando entre otras por la muy polémica de León Felipe (1941). El barcelonés, que ya había traducido a otros autores norteamericanos (Frank O’Hara, Carl Sandburg, Charles Bukowski, Tess Gallagher, Billy Collins, William Faulkner), sortea con éxito las dificultades propias de la versión al español de un universo total expresado en un inglés a veces local y a veces técnico, otras arcaico y muchas neológico, con un ritmo oratorio pero enumerativo o repetitivo que no siempre se aviene bien con la prosodia del español y sus implicaciones semánticas, y con una puntuación a veces enloquecida... De entre todas las ediciones que se publicaron en vida del autor, Moga opta por la de 1892, la llamada edición del lecho de muerte por tratarse de la autorizada por el propio Whitman muy poco antes de morir, un deseo que era razonable respetar. No creo que me equivoque si afirmo –y que Borges nos perdone– que estamos ante la nueva traducción de referencia de Hojas de hierba. Estación Poesía. Caravansari.

lunes, 15 de febrero de 2016

Los aforismos de Fernando Megías

Fernando Megías autoedita su producción artística. “Renuncié a pintar; hace años que publico mis ideas en formato libro o vídeo. De esta forma puedo sortear la industria del arte”, asegura. Sus ediciones, cuyo exquisito diseño cuida Josep Feliu al detalle, incluyen fotografía, textos, poesía visual y vídeo en acumulación interactiva y enriquecedora. La faceta que más me gusta de Megías sigue siendo la de creador de aforismos o pensamientos para los que la fotografía suele ser, más que un apoyo gráfico, un contrapunto absurdo o humorístico. Los aforismos de Megías, que desbordan lucidez, constituyen una potentísima arma de destrucción masiva contra el lugar común y la ramplonería. La comodidad es sacrificada sin piedad en aras de la desautomatización del pensamiento, a través de la sorpresa, el humor, la ruptura de la concatenación habitual del discurso y una pura y lapidaria concisión. “Sólo algunas víctimas tienen éxito”, afirma; “la mayoría de ellas pasan desapercibidas”. O describe: “La vida, ese instante en la flecha del tiempo donde las injusticias se acumulan”. O: “La identidad no es más que una idea fija”. Leyendo a Megías es difícil eludir la certeza de que nada de lo humano es otra cosa que percepción. Destacan en su producción el magnífico Modos de ver (2006), Ocurren cosas (2009) y Entre ortos y ocasos (2014). El Mundo-El Día de Baleares.

miércoles, 1 de mayo de 2013

Lenguaje, libertad y pucheros

[Javier Guzmán, El cocinero del Papa, Alpedrete (Madrid): La Discreta, 2012]

Nadie diría de tan experto manipulador del lenguaje que El cocinero del Papa fuese solamente su segunda novela. Sin embargo, así es: en la bibliografía del autor solo la precede Brigada Lincoln (2000, X Premio de Narrativa Gonzalo Torrente Ballester). Javier Guzmán fabrica un mundo, el de Almedina (Teruel), que se caracteriza por dos rasgos sin cuya concurrencia, pese a lo perogrullesco de su enunciado, un texto escrito no puede convertirse en novela: lo habitan personas de carne y hueso; y estas personas se comunican a través de un lenguaje denso, vivo e igualmente carnoso.

El argumento de la novela se sostiene a través de episodios tiernos o descacharrantes, pasajes reflexivos y magníficas descripciones culinarias. Sus protagonistas están tan dotados de tal personalidad que pertenecen, sin miedo a exagerar, a ese puñado de personajes memorables que todos, sin querer, escogemos. Y la lengua en que hablan es de una densidad –que no rebuscamiento- muy loable. Guzmán demuestra su pasión por la lengua española desde el momento en que con la máxima naturalidad es capaz de atribuir a cada hablante el dialecto que le toca por su origen: vasco, venezolano, aragonés… El discurso metalingüístico forma a menudo parte del propio escenario y señala la intensidad de la reflexión de Guzmán sobre su herramienta.

Pero, además, esa reflexión se revela como una reflexión ética y política. El cocinero del Papa, que refleja el triste contexto político de la España de principios del siglo XXI -la trama gira en torno a los antecedentes terroristas de un cocinero vasco-, transmite la opinión políticamente poco correcta de que el lenguaje es una parte fundamental de la identidad, sí, pero una parte que no viene determinada por la historia, la geografía o la sangre, sino por la elección libérrima del individuo. Toda identidad es individual o es imposición, y el lenguaje con el que nos identificamos también es una elección individual.

Guzmán da en el clavo del debate identitario que empobrece el discurso público desde que los nacionalismos consiguieron hacerse pasar por opción de progreso cultural y político: el lenguaje no es tan sagrado, viene a decir el autor, como la propia voluntad de escogerlo y usarlo con honestidad. Y lo que sucede con el lenguaje sucede con todos los demás elementos que afectan a los personajes de esta novela, que resulta ser, tras no poca diversión, un guiso de mucha sustancia. Agitadoras. Omnia.

sábado, 20 de octubre de 2012

Una novela sobre el conocimiento y la libertad del hombre

[Carlos Gámez, Artefactos, IX Premio Cafè Món, Palma de Mallorca: Sloper, 2012.]

Me interesa toda obra de arte que encierre un discurso, una propuesta: no necesariamente un posicionamiento moral, y menos alguno en concreto, pero sí un planteamiento de cuestiones que tengan que ver con el hombre. La literatura como mero juego, como diversión asociada a una realidad que se sobrevuela sin juzgar, la literatura en la que todo aparece como válido, no me interesa. Por eso me interesa tanto Artefactos, un libro que, pese a beber de los libros de su tiempo y reproducir algunos de sus rasgos, supera el pensamiento débil que caracteriza la literatura posmoderna.

Presentada como novela de ciencia-ficción, la opera prima de Carlos Gámez (físico, diplomado superior en Historia de las Ciencias y estudioso de la relación entre ciencias y literatura) utiliza el ámbito del conocimiento científico para explorar la realidad: la ciencia como recurso, no como tema. No estamos hablando de un subgénero, sino de un nuevo realismo puesto al día a través de la ciencia. Entre los elementos que configuran la trama hallamos las conexiones entre la lingüística y las neurociencias, la física cuántica y en particular la computación cuántica (que explica percepciones paranormales), el tráfico de neurocircuitos integrados...

Uno de los personajes de Artefactos asegura que “no hay flujo de conciencia” (p. 14), una idea posmoderna que sugiere la incapacidad de aprehender la realidad más allá de la mera percepción, aunque veremos que la novela cuestiona esa idea. Otros rasgos posmodernos claros son las alusiones alternas a la cultura pop y a la cultura canónica; la presencia de las marcas comerciales; el cosmopolitismo dominante y la globalización que se resuelve en escenarios múltiples (vía inmigración, turismo, viajes, becas de estudios, comunicación digital); y, sobre todo, la omnipresencia de la tecnología, especialmente en materia de comunicación.

Hay siempre uno o varios artefactos que determinan explícitamente cada relato, frecuentemente en relación absorbente con los personajes: la televisión, las videoconsolas, el ADSL, el control de rayos X del aeropuerto, el neurochip, el ingenioso casco iTraveler... En determinado momento se nos dice lo siguiente:

La imagen de la máquina en toda su amplitud me sobrepasa. Entiendo las relaciones invisibles que nos gobiernan. Asumo que volvemos a estar en manos de la Providencia, que es cuántica. Descubro la verdad, si eso es posible (p. 78).

El hecho tecnológico se refleja en la escritura y en la estructura del texto, al que a veces accedemos en formato blog, como correo electrónico, simulando el hipertexto, mediante enlaces externos o, incluso, a través de la reproducción de determinadas interfaces.

Sin embargo, asoma en este libro la superación de la mencionada aproximación posmoderna al mundo. En él se habla de pensiones, de racismo contra los europeos de tercera generación, de la industria farmacéutica, del rencor de clase y del rencor de raza, de la explotación laboral, del consumismo. Todo eso es el futuro en Artefactos, y late en el discurso de Gámez una conciencia crítica y preocupada por ese futuro desolado. En particular, hay una preocupación geopolítica en la previsión de una Unión Europea refundada, seguramente no en un sentido más democrático ni más justo.

El multiculturalismo que se respira y las menciones a la cultura pop no implican aquí pensamiento débil; encuentro en este libro preocupaciones existenciales y metafísicas, y las explicaciones sugeridas ponen en valor la ciencia y el mundo académico como acceso privilegiado a la solución de los problemas. En resumidas cuentas, Artefactos es una novela sobre la relación entre la percepción, el conocimiento y el uso de mecanismos de evasión como las drogas y las nuevas tecnologías, con pasajes reveladores a este respecto. Y, por consiguiente, una novela que juega con pericia con la epistemología.

El autoanálisis está presente en todo el libro, pero sobre todo en el magnífico “Cuento cuántico”, en el que el componente psicológico es muy potente; llevado a veces a extremos cómicos, como en la escena del burdel, o grotescos, como cuando convierte la mera cumplimentación de un formulario online en todo un análisis de personalidad, el relato se centra explícitamente en el problema de la percepción, aclarando a cada momento que todo lo que el sujeto opina de la realidad se basa en “impresiones” (pp. 47 y ss.).

El paso del tiempo es en sí mismo un elemento existencial: el vértigo se manifiesta en unos topónimos que -de manera inverosímil- cambian a más velocidad incluso que las generaciones que se suceden (“la ciudad que en el futuro no será conocida/ pronto no será conocida/ ya no es conocida/ anteriormente conocida como Barcelona/ Berlín/ Manchester, etc.”) y sugiere en el lector que los personajes son muñecos en manos de las circunstancias, sin anclaje existencial. Artefactos sugiere y en ocasiones declara el desarraigo. Mientras otros topónimos evolucionan, Suiza sigue siendo Suiza: como si el poder del dinero no sufriese los efectos del tiempo.

Gámez identifica las drogas y la tecnología como mecanismos de evasión fuertemente determinantes de la percepción de la realidad, pero va más allá del hedonismo posmoderno. No se limita a describir el consumismo, sino que acecha su componente de sufrimiento, su aspecto de búsqueda de sustitutos para la imaginación. Hay una crítica a la deshumanización en todo ese proceso de sustitución artificial; el autor se abstiene de moralizar, pero tampoco permanece al margen: abre cuestiones existenciales, lo que en sí mismo ya constituye una justificación plausible para cualquier obra. Incluye Artefactos una referencia de pasada al Mefisto de Klaus Mann (pp. 79 y ss.), con lo que ello supone de valoración de la voluntad humana por encima del determinismo de los pactos con el diablo (con la tecnología, en este caso).

La narración es solo aparentemente fragmentaria. Los relatos que la componen se interrelacionan, pertenecen a ámbitos diversos que, no obstante, representan un mismo mundo global con problemas y soluciones semejantes. De una enorme eficacia en el empleo de un lenguaje exento de adornos, Gámez recurre también con inteligencia a la metanarración. En determinado momento y sirviéndose de la ficción tecnológica, el narrador se autoexpone, pero no solo para cuestionar con Pirandello o Unamuno el estatus del hombre (bien de demiurgo, bien de pelele en manos de quién sabe qué), sino de manera perfectamente integrada con la interpretación que hace de una realidad altamente tecnologizada y del problema de la mediatización de la percepción por esa tecnología. Es revelador el siguiente párrafo, en boca de uno de los personajes:

Soy el narrador. No hay nadie más poderoso que un narrador. Puede simular no saber nada aunque lo conoce todo de la historia que está armando. Tiene la capacidad de hacerse invisible mientras maneja los hilos de la trama. Resulta más propio de la ciencia ficción que del realismo, el narrador (p. 90).

Para corroborar el posicionamiento no posmoderno del autor en clave metanarrativa, la narradora del último relato confiesa la limitación de su control cibernético de la situación, en abierta contradicción con el párrafo anterior, toda vez que

Manel ha irrumpido en el relato de forma vital y expansiva, lo que me obliga a enfrentarme a lo contradictorio, incongruente y voluble que pervive en los seres humanos. Algo que cuesta mucho expresar pese a la tecnología que nos envuelve (p. 123).

El narrador-dios que todo lo puede a través de la tecnología conoce aquí dónde están los límites de su poder: en la libertad imprevisible del ser humano. Agitadoras. Omnia.

jueves, 4 de octubre de 2012

Rehabilitar fantasmas

[Sinesio Domínguez Suria, Elena vuelve a estar de luto, El Sauzal (Tenerife) y Madrid: La Página Ediciones, 2012.]

Resultaría imposible escribir una historia de la literatura canaria de los siglos XX y XXI sin atender la figura de Sinesio Domínguez Suria (Santa Cruz de Tenerife, 1944), escritor, editor y destacado animador de la vida cultural grancanaria y tinerfeña desde 1966 hasta la fecha. Su papel como colaborador y editor en revistas tan importantes como La Página o Fetasa y su trayectoria como autor de al menos siete volúmenes de narrativa, reconocida con varios premios, le hacen acreedor a ese lugar de honor.

Tras cinco novelas (La tregua, 1966; Crónica de una angustia, 1981; Los juegos del tiempo, 1992; Los sueños imposibles, 1999; y Los caminos de Creta, 2006), Domínguez Suria parece discurrir con especial gusto por el camino que otros narradores suelen recorrer en sentido inverso, el que lleva de la novela a la narrativa breve. A La arboleda de adelfas (2007), que recogía los frutos de una tarea cuentística desarrollada ya desde hacía años, sigue hoy Elena vuelve a estar de luto (2012), una colección de textos que van desde el relato de pocas páginas a la novela breve.

Domínguez Suria, narrador de estirpe psicologista, recoge en este volumen relatos de diversa extensión e intención, mediante un lenguaje depurado y libre de descuidos como los que antaño señalamos en su prosa. En “Brújula de buganvillas” somete al lector a la tensión de una amenaza desconocida en un ambiente que solo los protagonistas dominan. En “Piedramadera” acude al tono fabulesco y en “El desagravio” a la ironía sobre la realidad más cotidiana, sobre la burocracia y la mezquindad de nuestros políticos de medio pelo y de quienes juegan su juego. “Mano de santo” es un juego humorístico en el que el misterio juega a favor de conclusiones vagamente freudianas. “Hambre” es, de nuevo, un juego en el que a Domínguez Suria se le ven el oficio, la necesidad y el gozo de narrar. La miseria y el drama asoman en “A modo de una pérdida bucólica”, de título francamente sarcástico, y en “Una flor de azahar” el autor se recrea, como es frecuente en sus relatos, en el recuerdo infantil.

“Los ojos verdes”, subtitulado “Relato con sabor a viejo”, recrea un mundo romántico y aristocrático que es pero no es la España del siglo XIX, ya que Domínguez Suria suele huir de los contextos definidos y prefiere sugerir ambientes para sus argumentos. En este relato se dan el amor no correspondido, el despecho, el arrojo del soldado, las estrictas normas de la alta sociedad... Y la sugerencia crítica asoma en el hecho de que el cuento presenta dos posibles finales; grosso modo, uno romántico y otro realista. El lector puede elegir el que más le cuadre de ambos y ambos se ajustan al relato, pero su cotejo pone en evidencia con suave ironía lo forzado de los finales románticos -también en la vida.

Domínguez Suria es un experto recreador (o tal vez inventor) de la memoria y, así, en “Eulalia y María” el relato parece mero pretexto o vehículo para retrotraerse a anécdotas significativas, muy humanas, en las que detenerse un rato a sonreír. “Esdrújulos” es una ensoñación histórico-literaria muy del gusto del autor, que de alguna forma recuerda a Los caminos de Creta. La novela corta que da título al volumen, estructurada en cuatro capítulos, pone en juego con gran acierto las voces de diversos personajes (un mayordomo, un marido muerto a través de una carta, una empleada y el propio narrador) para completar el cuadro de una saga familiar y del enigma que oculta su última representante y que varios índices venían anunciando eficazmente a lo largo del relato. Por último, “El retorno” es -una vez más- un ejercicio de nostalgia y una reflexión sobre la misma que concluye con una frase con la que el autor parece querer explicar el libro entero y que, tal vez, es un acto de confesión o reconocimiento: “Tus viejos fantasmas siguen tan desgastados como lo estaba la casa. Alguna vez tendrás que rehabilitarlos o, por el contrario, tirarlos a la basura.” Sin duda, la mejor manera de rehabilitarlos es un libro como Elena vuelve a estar de luto.

martes, 18 de septiembre de 2012

Placeres del lenguaje

[Eduardo Mendoza, El enredo de la bolsa y la vida, Barcelona: Seix Barral, 2012.]

Dedicarle elogios a Eduardo Mendoza a estas alturas no parece muy arriesgado. Tampoco me lo parece, ciertamente, afirmar que El enredo de la bolsa y la vida, en comparación con las otras novelas protagonizadas por su ya consagrado detective sin nombre, deja un tanto que desear: su argumento, que en autor que reclamase menos exigencia resultaría suficientemente cautivador e hilarante, en Mendoza decepciona un poco. Es lo que tiene haber escrito tan grandes novelas. El mismo Mendoza revela sus limitaciones a modo de exorcismo en una entrevista reciente en El País, en la que afirma: "Pasé verdadero terror con El enredo de la bolsa y la vida. Tenía miedo de que saliera mal, de que le vieran las costuras y si esto sucedía con esta lo mismo les pasaría a las otras."

Y, efectivamente, costuras se ven. Sin embargo, en esta nota -que no quiere ser reseña integral- quiero dejar constancia de por qué esta novela, como cualquier libro de Mendoza, resulta una lectura extremadamente placentera. Al menos, para mí lo es, sin excepción y con independencia de la eficacia de su argumento, y creo que así sucederá con todas aquellas personas que esperan encontrar en la lectura, además de un argumento mejor o peor trabado, un estilo que transmita compromiso con el lenguaje y amor por la palabra. Es el caso de Mendoza incluso cuando se pone gamberro, o sobre todo cuando lo hace.

El Mendoza más comercial se yergue como un gigante frente a las prosas sin personalidad, cursis, chabacanas, planas, ñoñas, muy amenas, irrespetuosas, mecanizadas, radicalmente desprovistas de inteligencia o indiferentes en su actitud hacia el lenguaje que dominan la escena literaria. En esto quizá solo sea un reflejo romántico acudir al “cualquier tiempo pasado fue mejor” manriqueño; me temo que siempre sucedió eso de que unos pocos colosos del lenguaje descollaran en un océano de mediocridad. Y entre nuestros colosos está el novelista catalán.

Por señalar algo negativo en el plano del lenguaje, he encontrado un error de concordancia en la novela: el sujeto compuesto por “El entusiasmo [...], la abnegada decisión [...], la aparición [...] y el anuncio [...]” se hace concordar con “se trocó” (p. 169). También abusa Mendoza de esas comas espúreas que a veces nos sugiere una pausa prosódica entre un sujeto largo o complejo y su verbo (como en ese mismo ejemplo, entre varios otros).

Dicho esto, paso a lo importante: adoro la sátira. No es fácil encontrar escritores de pluma lo suficientemente afilada como para despellejar a cualquiera y que, sin embargo, se limiten a ironizar en voz baja, para que solo los más atentos comulguen. El autor hace víctima de su fina sátira a todos sus personajes y con frecuencia a los sectores sociales que representan, empezando por el mismo protagonista y hasta por el mismo autor.

En el terreno de lo absurdo y lo grotesco, en una tradición que parece beber del surrealismo y de Jardiel Poncela pero también en línea con la picaresca, el propio narrador (un pícaro que se desenvuelve entre el sablazo, el hampa y la economía sumergida) se expone a la burla del lector en numerosas ocasiones, como cuando tras escuchar un latinajo (“Homo homini lupus”) confiesa sin ambages: “Pensé que me estaba dando la absolución” (p. 10).

En determinado punto, un personaje desgrana los éxitos del protagonista/narrador, mencionando los casos que dieron cuerpo a las anteriores novelas de la serie: “algunos casos extraordinarios, como el de la cripta embrujada o el laberinto de las aceitunas”, para rematar con una confusión en que el autor se mofa de su propia fama: “Y me emocioné al oír cómo había resuelto el asesinato en el comité central”, en alusión a una novela negra de otro célebre barcelonés, Manuel Vázquez Montalbán, a lo que el protagonista contesta sin mayor aprecio, como si de una broma privada se tratara: “Sí, ahí me lucí” (p. 27).

Mendoza se ríe del actual auge de las filosofías orientales, o al menos de cómo a menudo charlatanes sin escrúpulos viven de engañar al prójimo invocando esas filosofías; así, el personaje conocido como Swami. No deja títere con cabeza el autor ni se para frente a los más sagrados iconos culturales: en determinado momento, enumera los disfraces de “Batman, Ferran Adrià, Magneto y otros ídolos” (p. 213)

Si todos los personajes son risibles, destacan entre ellos los Siau, una familia china de comerciantes que Mendoza cincela a través de los tópicos corrientes sobre los chinos y de un lenguaje característico y caricaturizado, que prescinde de artículos, abusa del adjetivo “honorable” y confunde los términos desde su misma presentación en el rótulo de su bazar: “Objetos prensiles (para llevar)” (p. 34).

El abuelo Siau canta “¡Baixant de font de Gat! -sin artículos- y lo explica: “Esta semana he de practicar canciones populares para inmersión lingüística” (p. 145), en alusión a un fenómeno político que nada tiene que ver con la realidad retratada en El enredo (ni con ninguna realidad razonable). La Barcelona de Mendoza, hampona y cosmopolita, en efecto, permanece ajena a la ramplonería de la cultura oficial que excluye del reconocimiento público a sus mejores escritores por el delito de escribir, como Mendoza, en una lengua tan barcelonesa como es el español. La sandez de la corrección política, puesta en boca de un abuelo chino, brilla en toda su procacidad.

En el mismo terreno, la adolescente Quesito cita un suicidio para que Mendoza nos deleite con una de esas paradojas conceptistas que salpican su prosa: “Una vez, en el colegio, un profe se inmoló a lo bonzo para protestar por el modelo educativo. El director aprovechó para explicarnos la guerra de Vietnam contra Cataluña” (p. 178), en satírica denuncia de una enseñanza que propaga la sistemática tergiversación de la historia por el establishment nacionalista y el empobrecimiento general del espíritu crítico. Mendoza, que conoció los tiempos gloriosos de la cultura barcelonesa, se duele y satiriza su adocenamiento actual. No es extraño que el narrador ponga en boca del mismísimo alcalde de la Ciudad Condal el siguiente circunstancial: “cuando Barcelona era una ciudad de verdad, y no la ridiculez que es ahora...” (p. 224).

Pero, sobre todo, admiro la naturalidad de quien domina los registros del lenguaje con veteranía y, una página sí y otra también, homenajea a los clásicos a la chita callando. Mendoza es el Siglo de Oro puesto al día. Es el conceptismo y es la picaresca, y quiere que se note. Por eso utiliza en el arranque de su novela tiempos verbales arcaizantes (“Llamaron. Abrí. Nunca lo hiciera”) o reflexivos enclíticos que propulsan la lectura a un ritmo ya acelerado desde el inicio (“fuese el cartero”, “pasmome hallar en su interior...”), aun reconociendo en las mismas acotaciones del narrador lo forzado del estilo (“abriose el sobre (con mi ayuda)”; p. 7). Mendoza utiliza con frecuencia esa confusión de registros a efectos satíticos: también cuando escribe, por ejemplo: “Y así, sumido en esta intricada disyuntiva existencial, me quedé roque” (p. 206).

El catalán confiesa su minuciosa conciencia del lenguaje a través de sus personajes, que a menudo llaman la atención sobre su discurso. El narrador sin nombre afirma, por ejemplo, que sus compañeros “tardaron un rato en comprender el significado, el alcance y quizá también la sintaxis de [su] anuncio” (p. 162), y Rómulo el Guapo se excusa por no emplear un lenguaje claro y ordenado: “Perdonad si a veces peco de imprecisión o cometo anfibologías: soy un hombre de acción, no de oratoria” (p. 253). Queda así indirectamente confeso el prurito de precisión lingüística que arrebata a Mendoza y que a nosotros nos procura tanto disfrute.

Utiliza con rigor conceptista recursos como la dilogía: un personaje que ha bebido mucho, dice el inspirado narrador, “no paraba de hacer lo que modestamente calificó de menores” (p. 208). A veces lanza máximas perfectamente cervantinas: “que no suele guardar miramientos quien consigo mismo vive” (p. 206). Emplea con profusión la hipérbole (en el caluroso verano, “el que podía despegar los zapatos del asfalto se había largado a otros parajes”, p. 25) y es un maestro de la paradoja, con hallazgos ejemplares como el siguiente: “el deterioro del edificio daba testimonio de su reciente construcción” (p. 240). Recursos, en fin, que consiguen que el lector amante de las palabras y su infinita virtualidad lamente que la novela acabe, porque el estilo mendociano mantiene elevado su entusiasmo hasta la última página y lo reconcilia con la novela contemporánea. Agitadoras.


miércoles, 15 de agosto de 2012

Qué no entiendo yo por “manual”

[José Ángel Mañas, La literatura explicada a los asnos. Manual urgente para jóvenes y no tan jóvenes, Barcelona: Ariel, 2012.]

En 1994 leí Historias del Kronen, una novela que genera poderosos anticuerpos en sus víctimas. Esto hizo que no volviera a tener curiosidad por ninguna de las sucesivas novelas que de entonces acá ha publicado José Ángel Mañas (Madrid, 1971). El paso del tiempo, que casi todo lo ablanda, sumado a cierto síndrome aeroportuario que me induce a comprar lecturas ligeras cuando viajo, consiguió que cuando topé en un anaquel con el último libro de Mañas, La literatura explicada a los asnos. Manual urgente para jóvenes y no tan jóvenes, me parase a hojearlo. Su título me pedía que no lo comprara: no porque yo me considere mejor que un asno -nadie debería menospreciar este paciente animal-, sino por el enfoque desfachatadamente comercial que me auguraba pocas aventuras. Acabé comprando el libro, creo, empujado por una genuina esperanza de comprobar que en aquel maltratador del idioma hubiesen madurado mejores frutos con el paso de los años.

Dejo claro desde el primer momento que estoy de acuerdo con ciertas afirmaciones que el autor dedica a la crítica literaria en las páginas que titula “Sobre el reseñismo”. Efectivamente, no hay crítica más provechosa que la que se hace de un libro que ha gustado y del que se pueden cantar elogios. Es mucho más útil recomendar un libro bueno que denostar uno malo. La mala baba de algunos críticos puede ser fruto de la frustración del que no es capaz de crear nada propio y se encona contra los que, con mayor o menor fortuna, sí lo son... Aunque, por otro lado, esta figura del crítico viperino siempre me ha parecido un tanto folletinesca, una especie de recurso fácil para receptores de malas críticas, un pataleo. Porque un crítico, al fin y al cabo, no tiene que demostrar que sabe escribir novelas: ha de saber criticarlas con imparcialidad.

En cualquier caso, junto con la juventud había yo dejado atrás las reseñas negativas y en los últimos años me había dedicaco a la tarea mucho más gratificante de intentar escribir con originalidad y rigor de los libros, de las obras de arte y hasta de la música que sí me gustan. Y, no obstante, hoy siento un impulso irrefrenable y aquí estoy, a punto de hacer una crítica negativa del último libro de Mañas. Que Dios me perdone, ya que solo él sabe por qué salí de aquel quiosco con el libro bajo el brazo.

El autor comienza confesando que se trata de un libro de encargo, lo cual explica muchas cosas. No quiero dejar de reconocer antes que nada que el libro posee algunas virtudes: tiene un orden razonable, intenta poner al alcance de cierto público un esquema cronológico y estilístico de la literatura española y algunos (pocos) conceptos, retoma a veces reflexiones acertadas, sobre todo por lo que se refiere a finales del siglo XX y siglo XXI, es decir, a la época vivida por el propio autor. Mañas demuestra ser -una de dos- o un lector atento y reflexivo o un asistente a tertulias asiduo y con gran aprovechamiento. Utiliza un lenguaje nada complejo, apto para lectores no habituados al discurso académico sobre la literatura, como parece sugerir el título del libro y el mismo enfoque del proyecto. Algunos pasajes son especialmente atinados, como los “apuntes personales” que dedica a Miguel Delibes o algunas de sus reflexiones sobre la relación entre literatura y cine. Y, por mor de esas virtudes señaladas, no podemos decir que la lectura del libro sea una absoluta pérdida de tiempo. Suele decir el poeta zamorano Julio Marinas que no hay un libro de poemas tan malo que no contenga siquiera un solo verso bueno, y tiene razón.

No obstante, durante la lectura siempre me ha acompañado una pregunta: ¿por qué este libro? Está claro el propósito editorial, que en muchos casos se perfeccionará en la mera adquisición del manualito, ya que el acceso a Jorge Manrique y Gracián, pese al buen esfuerzo divulgador de Mañas, no parece para todos los públicos.

Un manual, con el enfoque que sea, se justifica si cubre una necesidad previa. Sin embargo, a los que estudiamos el bachillerato en los manuales de literatura de don Fernando Lázaro Carreter este libro no nos aporta un solo concepto nuevo; y para los desafortunados que han sufrido los estupefacientes efectos de la LOGSE, Mañas es con seguridad portador de novedades conceptuales y anecdóticas pero, pese a que logra hacer amena la lectura, no llega a vulgarizar la materia de la que trata como para que el producto sea un libro apto para todos los públicos. Esto hay que apuntarlo en su haber aunque, sinceramente, creo que hay un sector del público al que este libro no llega y otro sector al que poco puede aportar. En la difusa intersección de esos dos sectores puede encontrar sus destinatarios.

En otro sentido, tampoco puede ser un manual un libro que hace de la autocita y de las peripecias y circunstancias de su propio autor el centro de capítulos enteros. Mañas ajusta cuentas con Montxo Armendáriz por su adaptación al cine de Historias del Kronen (pp. 153 y ss.), rememora sus contactos con Carmen Balcells (pp. 134 y ss.) y con otros personajes, vuelve aquí sobre su opera prima para autocitarse en un párrafo sencillamente execrable (“El mundo audiovisual según un joven de 1992”, p. 162), cita allá su Ciudad rayada como introducción al capítulo sobre la literatura posmoderna (p. 249) y se extiende generosamente sobre el papel de -¡una vez más!- Historias del Kronen en la novela posmoderna española (pp. 262 y ss.). El capítulo (agárrense los machos) empieza así:

Aunque no es fácil hablar de la obra de uno mismo, creo que puede decirse que Historias del Kronen, mi primer libro, editada en 1994, ha sido una de las ficciones más representativas de la época, uno de los buques insignia de la misma y una novela que abrió las puertas editoriales a toda una generación. (p. 262)

La falta de objetividad así demostrada (cuando no la inmodestia) arruina cualquier crédito que pudiéramos conceder a los criterios vertidos en las páginas de este manual urgente.

Si como manual no es efectivo y consideramos que -independientemente del volumen de ventas que alcance y que deseo muy abultado- será un libro de lectura minoritaria, su interés debería ser consecuencia de la aportación de elementos nuevos a la materia tratada: reflexiones que iluminen ángulos inexplorados de ciertas obras, una interpretación distinta de la cuestión de los géneros, el cuestionamiento de los períodos literarios, la definición de categorías originales... Nada de esto sucede en La literatura explicada a los asnos, cuya única lectura posible (y tal vez aquí se halla la respuesta a la pregunta ¿por qué este libro?) es próxima a la que haríamos de un libro autobiográfico o de memorias: en este caso las de un lector, con su sistematización, sus preferencias explícitas y sus reflexiones al respecto; un canon, por tanto, cuyo interés dependerá del crédito que concedamos al lector como tal, que en esta oportunidad -veremos por qué- no resulta ser mucho.

Otra justificación para una obra que apenas aporta ideas originales podría ser la excelencia en la escritura, el estilo, la voluntad literaria y todas esas zarandajas que a veces consiguen que un libro sin sustancia nos haga pasar un buen rato. Tampoco es el caso. Mañas demuestra un dominio tan somero del lenguaje y, en ocasiones, de la materia que trata que la lectura de su libro, lapicero en mano, se convierte en una yincana correctora tanto más ingrata por cuanto no es retribuida. Y aquí -me doy cuenta según escribo- debe estar el quid de mi empeño en reseñar un libro que no me había gustado. Sospecho que se trata de pura indignación.

Me molesta, por ejemplo, la imprecisión y la corrección política que le permiten a Mañas interpretar anacrónicamente la figura de Alfonso X el Sabio como pedagogo de una “joven nación”, porque “era perfectamente consciente de que no puede haber unidad nacional sin unidad lingüística”. Vamos, todo un nacionalista avant la lettre, este don Alfonso. Pero que el medievo no es el fuerte del autor lo demuestra cuando afirma que el Rey Sabio, “como autor de las Cántigas es, junto con López de Ayala, Jorge Manrique y el infante Juan Manuel, uno de las padres fundadores de la lengua castellana” (p. 55). Mañas olvida que las Cantigas fueron compuestas en el gallegoportugués literario de la época, y no en español.

Me molesta también que se quede tan ancho tras afirmar que “resulta curioso, en el caso español, comprobar que, teniendo la conquista de América que relatar, lo que se escribiera sobre ella fuera tan escaso”, y cita las cartas de Colón y Cortés como excepciones, dado que, al parecer, “los españoles eran poco dados a escribir sobre sus gestas” (p. 170). Entiéndaseme: no me molesta la ignorancia en general, pero sí la de alguien que firma algo que se llama “manual”, por muy urgente que se lo adjetive. Mañas decide que los límites del mundo son sus propios límites y se cepilla de un plumazo al padre Las Casas, a Díaz del Castillo, al Inca Garcilaso, a Fernández de Oviedo, a López de Gómara y todo el corpus ingente y variadísimo de las crónicas de Indias.

Un manual de divulgación no consiste, por cierto, en un alarde de exactitud académica, pero sí debería evitar generalidades u obviedades tan prescindibles como que los cuentos de El Conde Lucanor  “son preciosos y admirados aún por su calidad formal” (p. 57); o que “resulta bonito ver” ciertas cualidades del teatro de Jardiel (p. 101); o, ya de lleno en la tarea crítica, que ciertas opiniones “tampoco son como para caerse de culo” (p. 187) El máximo nivel conceptual lo marcan párrafos como el siguiente, referido a la novela de Martín-Santos, Tiempo de silencio:

Hay una sensibilidad naturalista, tanto en la miserabilidad del ambiente como en la influencia determinante del mismo sobre los personajes, y un cierto aire existencial que la convierte en la prolongación de cierta novelística europea de los cuarenta y los cincuenta: los Camus, Simenon, y en España, el Pascual Duarte de Cela. (p. 138)

Es decir, nada que no diga cualquier manual escolar. Pero tampoco parece adecuada la humildad impostada -o tal vez manifestación de inseguridad- que supone rematar una reflexión sobre Bergamín con la siguiente concesión, inverosímil en un objeto llamado “manual”: “Esto, en fin, es una opinión personal mía, en la que puedo estar equivocado” (p. 193).

El pobre dominio de la lengua es sorprendente en alguien que imparte habitualmente conferencias y que ya ha firmado (y a quien le han publicado), entre otros artefactos, una decena de novelas. Que no haga gala de un vocabulario extenso, ni tampoco intenso, podría ser fruto de la intención divulgadora, pero esta no validaría algunos errores de gran calibre impropios de un libro supuestamente revisado en las oficinas de un sello editorial que publica a Savater, a Arteta, a Ayala...

Por ejemplo, en determinado momento el autor quiere cuestionar una idea “que tiene mucha predicación hoy en día”, en lugar de “predicamento”, un error que parece sistemático (p. 110, p. 246).

Introduce en algún lugar Mañas el neologismo “ecologizante” (p. 230), inteligible pero impreciso, pues en todo caso cabría adjetivar a una persona de tendencias ecologistas como “ecologistizante”; pero tal vez esto es hilar demasiado fino.

En el terreno de la morfología, el autor demuestra no advertir el mecanismo que por motivos eufónicos exceptúa el uso de artículos femeninos ante los sustantivos femeninos que comienzan por el fonema /a/ acentuado; Mañas traslada al sustantivo y al resto de sus adyacentes el género masculino del artículo empleado por excepción, y así escribe sobre “un aura único. El de los clásicos inmortales...” (p. 189).

También desconoce Mañas la conjugación de esos traviesos verbos irregulares que se diptongan allá donde el acento se rebela contra las tiranías del infinitivo. ¡Maldita lingüística románica...! Así, escribe que Andrés Trapiello “descolla” (por “descuella”, p. 172) entre sus coetáneos; y que el humorismo “emparenta” (por “emparienta”, p. 259) a Eduardo Mendoza con Cervantes y Galdós.

Recojo a vuela pluma algunos de los casos en que Mañas incurre en pleonasmo reprobable. Por ejemplo, pudiendo haber escrito del Quijote, aun constituyendo simplificación, que en su mayor parte consiste en un diálogo entre los protagonistas, no se conforma y afirma que se trata de “un dueto dialogado de la pareja de protagonistas” (p. 72): en una frase que consta de cuatro palabras con contenido léxico, tres dicen lo mismo... Más adelante, Mañas se permite desvalorar los aforismos de Quevedo porque, asegura, hay “repetición y paja entre un trigo que habría exigido mayor exigencia selectiva” (p. 188). Poco después, ya hemos citado su manifestación de “una opinión personal mía” (p. 193; pues claro, ¿de quién si no?).

Intenta enumerar Mañas los recursos retóricos habituales en los artículos de opinión de Juan José Millás, ese buen columnista y novelista muy flojo a quien al parecer admira mucho (todo va cuadrando) y, en un párrafo sin desperdicio, pone en evidencia un desconocimiento sideral de la retórica, del léxico y del estilo:

También podríamos tildar de ramoniana la riqueza intelectual de sus operaciones imaginativas: la personificación de seres inanimados, la prosopopeya, el tomar las expresiones figuradas literalmente, etcétera. (p. 217)

Para empezar, se concede rebajar a Gómez de la Serna: “tildar” no es sinónimo de “calificar”, porque significa “señalar a alguien con una nota denigrativa”. Luego, yo tenía entendido que las “operaciones imaginativas” eran cosas del doctor House, mientras que los escritores empleaban figuras y tropos o, en todo caso, recursos. Después enumera como figuras distintas la personificación y la prosopopeya, que son dos nombres de lo mismo, e incurre en nefasto circunloquio por ignorar aparentemente que “el tomar las expresiones figuradas literalmente” se llama “dilogía”. ¿Pero esto no era un manual de literatura?

Un solecismo que no cabe atribuir en exclusiva a este autor, pues está arraigando muy hondo ya en el idioma y lo escuchamos y leemos todos los días, es la expresión “como no podía ser de otra manera” (p. 227), un equivalente bárbaro de “como solamente podía ser” con el que se corrobora lo dicho inmediatamente antes o después atribuyéndole la condición de única solución o efecto posible. La expresión ya viene introducida por una partícula que expresa modo, por mucho que ese contenido se esté perdiendo en la percepción de hablantes que muchas veces nos enojan con expresiones similares: “como así se lo dije”, “como no podía ser de otra manera”, “como así queda demostrado”... La expresión correcta en nuestro caso habría sido, entre guiones, “no podía ser de otra manera”; o, conservando la estructura subordinada entre comas, “como solamente podía ser” o “como tenía que ser”; o, sustituyendo la circunstancia de modo por un valor causal que permitiese el atributo “de otra manera”, “pues/porque/ya que no podía ser de otra manera”.

Mañas no terminará su libro sin darnos algún disgusto más. En su muy superficial discurso sobre la cultura pop de los 80 y 90 (¿se puede hablar de manera no superficial sobre el pop?), y en medio de afirmaciones inanes sobre esa banda de rock insulsa y sobrevalorada que fue Nirvana, utiliza dos veces y en líneas muy próximas el barbarismo “a nivel nacional” (por “en el ámbito nacional”, p. 260).

En fin: llegados a este punto, el sufrido lector ya habrá averiguado por qué terminé La literatura explicada a los asnos y por qué he dedicado unas horas a la redacción de esta reseña que, aunque juro ha querido ser piadosa y para nada exhaustiva, estoy seguro de que acabará trayéndome más disgustos que alegrías. Pero hay ocasiones en que el estómago no pide alegrías, sino justicia; y, en justicia, nadie que cometa los fallos elementales reseñados tiene derecho a titular un libro suyo manual de literatura. Aunque lo destine a los asnos. Cuadernos del Matemático.